Al maestro con cariño

Elías Leonardo Salazar
3 min readMar 2, 2019

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Foto: Elías Leonardo

Sonó el teléfono. Era mi madre.

-Hijo, hay una chamarra gruesa de los Broncos de Denver que dejaste como recuerdo en tu cuarto, ¿se la puedo dar a Panchito? Dice que sí la acepta.

-Sí, dásela.

Colgué estupefacto.

En ese momento vivía en Playa del Carmen. Para nada extrañaba la ciudad, mucho menos al barrio, Tlalpan. Inmerso en tragos, en el desmadre total, interrumpí mi fiesta personal para reparar en lo que escuché. Salí de casa hacia la calle para marcarle de nuevo a mamá.

-¿Dijiste que Panchito sí la acepta?

-¡Sí! Le pregunté en misa si me daba oportunidad de regalarle una chamarra para el frío. Con su cabeza me dijo que sí.

Retorné a casa para irme a la esquina de la cocina. Me serví un whisky, deposité la mirada hacia el patio y me quedé serio. Mi roomie se acercó a mí preguntándome qué pasaba. No hablé, no me moví. Quedé como estatua junto a mi bebida de etiqueta negra.

Y es que Panchito tenía sus códigos. No aceptaba ayuda de nadie, no mendigaba limosnas. Pese a ser indigente, evitaba dar lástima. Su dignidad estaba en no pedir y en aceptar cuando confiaba en alguien más.

Tampoco hablaba. Su lenguaje era meticuloso, de decencia corporal; una afirmación te la daba con los ojos y una negativa dándote la espalda con pulcritud. Jamás grosero. Era un tipo elegante y educado para desenvolverse en la miseria que él eligió por voluntad como ruta de vida.

-Mamá, si accedió, dale los libros que dejé.

-Sí, se los doy.

Lo único que no rechazaba Panchito eran los tabiques con letras. De hecho, me atrevo a escribir que fue el mejor lector que tuvimos los tlalpenses. ¡Leía todo! Eso lo sé porque, sin querer, fue uno de mis mejores maestros en el periodismo.

Después de pelearme con mi padre y cantarle que no necesitaba de él, salí del departamento con mi equipaje y corrí hacia el centro de Tlalpan. Por alguna extraña razón, no sé por qué, me senté en una banca. Me puse a fumar como desesperado y a leer Yo soy el Diego.

Panchito se acercó a mí. Con señas, me sugirió cambiar de libros: yo le daba el mío y él me daba El ruiseñor y la rosa, de Oscar Wilde. Acepté. En cuanto se marchó, contento por una novedad, reparé en que no me alteraron su hedor y vestimenta. Le pregunté cómo hacerle para resistir, cuestionamiento de la víscera que había explotado con mi papá y por mis inicios como estudiante de periodismo.

Se postró frente a un bote de basura. Con mímica y movimientos teatrales, sin abrir sus labios, me indicó con gestos que debía desarrollar mis sentidos, principalmente el olfato, dado que los olores matan o definen una nota. En fin.

Panchito merecía un adiós digno.

Murió. El centro de Tlalpan quedó incompleto, pero lugar al que vaya, una chamarra de los Broncos de Denver le cobija con respeto y cariño.

Buen viaje, ¡gracias, Panchito!

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Written by Elías Leonardo Salazar

Me gusta vivir. Disfruto de cazar y sentir historias para contarlas.

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