Aquellos tiempos del videoclub en tiempo presente

Elías Leonardo Salazar
9 min readDec 28, 2024

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El videoclub de mi tía en San Pedro Mártir (foto: Elías Leonardo)

Los muertos tienen sus maneras de comunicarse con nosotros. Unos eligen los sueños, otros prefieren hacer ruido a través de objetos y algunos más optan por la lectura del testamento para sorprender a sus familiares. En el caso de mi abuela, ella se manifiesta mediante las fotografías que guardó sin que tuviéramos conocimiento de su existencia. Hizo de esas desconocidas imágenes el almanaque de sus recuerdos. Atesoró esos episodios de vida que fueron el alimento de su memoria hasta los 95 años, edad en que partió tranquila hace seis meses mientras dormía.

Murió tan serena que una sonrisa enternecedora se dibujó en su rostro, lo que me hizo pensar que quizá estaba contenta viéndose a sí misma en un filme que narraba lo que fue su paso por este mundo. Si lo interpreté así es porque le encantaba ver películas, específicamente mexicanas. Sentía una fascinación especial por perderse en las ficciones que muchas veces le permitieron imaginarse como protagonista. Eso me llevó a sugestionarme con la idea de que en el cruce hacia la muerte fue ingresada a una sala oscura donde tomó asiento en una butaca con su nombre y vio la proyección de un largometraje montado con las historias que capturaron las postales que preservó como si fueran sus ahorros. De esas sus riquezas llegó a mis manos una que dialoga conmigo en estos días aciagos.

El desempleo tiende a ponernos contra la pared desde varios frentes. Conmigo lo hace dando molestias en el aspecto mental. El desasosiego ha estado jugando con mis inseguridades durante este fin de año para ponerme a prueba, o para burlarse de mí. ¿Soy bueno en lo que hago? ¿Elegí la profesión equivocada? ¿Por qué seré tan malo? ¿Por qué ninguna entrevista laboral pega? ¿Tiro la toalla con Cinéfilos en apuros? ¿Es momento de declinar al periodismo? La desconfianza hacia mi propia persona es una tortura de cuestionamientos que no ofrecen respuesta alguna que me haga contemplar lo contrario. Sin embargo, después de observar bien, la foto que tengo frente a mí parece brindarme una. O por lo menos me da un jalón de orejas por parte de mi cabecita de algodón para que enfoque la mente en lo que no me aflige.

En la imagen que les comento aparece mi tía Virginia al interior de un videoclub. Su videoclub. A principios de la década de los noventa se aventuró a emprender con la apertura de uno en el garaje de su casa. A diferencia de los videoclubes comerciales como Videocentro o Videovisión, los cuales estaban concentrados en zonas urbanas muy urbanas, ella se lanzó al ruedo en una colonia popular como Ejidos de San Pedro Mártir en la alcaldía Tlalpan. En aquellos años era un territorio que recién empezaba a poblarse. Era común ver cómo iban construyéndose poco a poco las casas en terrenos áridos que adquirieron las personas que avizoraron tierra fértil para forjar su patrimonio.

Ese primero que abrió fue punta de lanza para tener otros tres, dos de los cuales se ubicaron al interior de las tiendas de la Sedena localizadas en la alcaldía Magdalena Contreras y en la misma Tlalpan. De videoclubes no sabía nada pero de detectar negocio sí. Identificó que a los viejos y nuevos habitantes de la colonia les quedaban lejos los cines, las plazas comerciales con cines, Videocentro y Videovisión. Elaboró un estudio de mercado que consistió en preguntarle a los colonos si les gustaba ver películas. Supo entonces que había oportunidad de sacarle provecho al videocasete.

Se empapó de la operación para un establecimiento así, adquirió un lote de títulos, contactó distribuidoras, construyó los estantes de madera para colocar las portadas. Transformó el garaje en un templo de cinefilia. Rápido llegaron los clientes. Cansados de ver lo mismo por televisión abierta y agobiados por las distancias para ir a los cines aparentemente más cercanos, además del gasto que eso representaba, vecinos encontraron en aquel videoclub un mundo por explorar con un catálogo de 400 filmes que fueron actualizándose conforme salían estrenos. Uno de sus puntos fuertes de renta estuvo en el denominado serie B con sagas como El juguetero del diablo, la cual se distribuyó únicamente en vídeo. Por cierto, fue el terror el género que más atrajo a la clientela. Sagas como Halloween, Pesadilla de la calle del infierno, Chucky, El monstruo ha nacido,Critters, fueron un éxito.

La acción fue otro género consentido de la gente. Robocop 1 y 2, Revancha, Arenas blancas, El duro, lo pusieron de manifiesto. Una de las más queridas fue Lluvia negra. “Está buenísima”, solían decir quienes le comentaban a mi tía sobre la misión de Nick y Charlie en Japón para recapturar a Sato luego de haberlo perdido en la entrega a falsas autoridades niponas. Pero nadie tan rentable en la materia como Charles Bronson con la saga de El vengador anónimo e historias que surgieron de ese perfil justiciero, tales como Mensajero de la muerte y Justicia salvaje. Ninguno de esos trabajos me atrapó tanto como el que hizo con Lee Marvin en Caza salvaje, un thriller de acción con tintes de western sobre la cacería que emprende un hombre en contra de otro en medio de montañas canadienses por creer que le había robado a su perro.

Aquel primer videoclub colindó con la casa de mi abuela. Cada sábado que íbamos a visitarla, yo iba con mi tía para que me diera “empleo”. Tenía 10, 11 años. Le ayudaba a acomodar las portadas en los estantes, a rebobinar los videocasetes, a cobrar y a pegar los posters de estrenos. Mi paga consistía en la renta gratis de un estreno, dos de catálogo y una hamburguesa al carbón. Como en mi familia estábamos inscritos en Videocentro, elegía aquellas películas que no encontraba en la competencia. Por ejemplo Turbocop, filme en el que Charlie Sheen reencarna en un piloto para vengarse a bordo de su Dodge negro de la pandilla que lo asesinó por celos de su líder. Para mí, como debe ser cuando se es niño y se descubre algo nuevo, me pareció un peliculón.

También descubrí con asombro el universo cinematográfico de los ninjas, incluyendo la versión nacional protagonizada por Leonardo Daniel, El ninja mexicano. No fui el único. Muchos hombres, sobre todo jóvenes, alquilaban una y otra vez las cuatro entregas de El ninja americano, cuya estrella era Michael Dudikoff. Con sus debidas proporciones, Dudikoff era para ellos el símil de Sylvester Stallone con Rambo pero con la notable diferencia de que usaba sables, estrellas y chacos en lugar de cuchillos, metralletas y granadas. No obstante el verdadero ídolo popular de los sampedrinos tlalpenses fue Sho Kosugi, un artemarcialista y actor japonés que estelarizó La justicia del ninja, La venganza del ninja, El poder del sable, Las 9 muertes de un ninja, Reza por tu muerte. Bruce Lee estaba un escalón abajo de sus gustos y preferencias, algo que se evidenciaba con el poco interés hacia sus obras. Fue tanta su idolatría hacia Kosugi que rentaban Furia ciega para verlo a él y no a Rutger Hauer. De ese filme había tres copias, porque se rentaba como si fuera pan caliente. Por supuesto que me atreví a indagar el porqué y los entendí. ¡Otro peliculón! En mi caso sí le rendí pleitesía a Hauer, no a Kosugi.

Las rarezas fueron un apartado especial. Algunas llegaron a rentarse, otras ni siquiera eran vistas de reojo. Entre las que pasaron desapercibidas cito a Natas es Satán. Ese título era atractivo para mi curiosidad, misma que pude saciar a escondidas, tal como muchos infantes vimos cine en esa época. Me encontré con una cosa rarísima que nunca comprendí, pues contaba dos historias en una que parecían no tener ningún hilo: la de un policía psicópata de Nueva York y una pareja de enamorados que no recuerdo si en algún punto se cruzan con el vigilante maldito. Actuaba Frank Moro, a quien previamente había visto en su rol de ‘el Maestro’ en Lola la trailera 3: El gran reto. Ah, porque el cine mexicano, por supuesto, también tuvo su pegue.

Valentín Trujillo, Mario Almada y Alfonso Zayas aportaron su granito de arena para que proliferara aquel emprendimiento. Violación, Cacería humana, Ratas de la ciudad, Perro callejero 1 y 2, La muerte del chacal, Ráfaga de plomo, Gatilleros del Río Bravo, Siete en la mira, Escape sangriento, El fiscal de hierro, El ratero de la vecindad, Los verduleros, El día de los albañiles, Tres lancheros muy picudos, fueron auténticos trancazos. “Está rentada”, solíamos responder con frecuencia cuando preguntaban por esas películas. Asimismo, hubo otros dos filmes nacionales que generaron amplia demanda: La negra Tomasa y Diario íntimo de una cabaretera. Roberto Ballesteros fue un inesperado villano del que tuve conocimiento a partir de lo que decían. Se referían a él como “un hijo de la chingada” por las fechorías que cometía en las ficciones.

Algo normal en aquel período era que la gente contara de qué iban las películas, especialmente los finales. No existían filtros de su parte como tampoco sensación de agravio en quienes escuchábamos. A mí siempre me dio igual que revelaran detalles o ventilaran misterios al entregar los videocasetes. De hecho, por el contrario, más me nacía el interés por comprobar si era cierto o no lo que platicaban. Y es que cada persona abonaba algo distinto en sus charlas, o tenían una manera diferente de expresarse. Un señor ya grande, como de 60 años, resumió Dick Tracy así: “Es puro tacatacatacatá con señores de distintos colores y Madonna”. ¡¿Señores de distintos colores?! Mejor vendida, imposible. Su sinopsis hizo que la viera. Lo mismo sucedió con un joven que contó en qué acababa Leprechaun: “Lo queman y lo explotan al pinche duende con una resortera”. ¡¿Con una resortera?! No me quedé con la duda y lo confirmé. Crecí sin miedo ni desprecio hacia los spoilers, porque nunca prioricé lo que contaban sino cómo lo contaban. Eso, a la larga, llevó al entendimiento de que cada cabeza es un mundo cuando se clava en la pantalla.

Una señora tenía la manía de pedirle a mi tía que consiguiera títulos cuyas tramas jamás nos supo describir y cuyos nombres de actores tampoco pudo especificar. Sus descripciones eran más o menos de este tipo: “Es una donde sale un guapo con una mujer hermosa y están sentados en la mesa de un restaurante y platican”. Nos ponía a sufrir. En una ocasión se alteró porque nomás no conseguíamos lo que solicitaba y amenazó con cancelar su suscripción. Nunca le atinamos a descifrar sus peticiones.

Hablando de atinarle mal, el enamoramiento infantil no fue la excepción. A Ceci, hija del señor de la tienda y chica que me robaba los suspiros, le llegué a recomendar Un corazón para dos, una ñoñada cursi con Pedro Fernández en la cual dona su corazón a Daniela Leites para demostrarle su amor. Iluso, por no utilizar esa palabra que cabe perfectamente aquí para describirme, creí que iba a conectar con ese “romanticismo” y se enamoraría de mí. Sólo logré el efecto contrario. “Tus recomendaciones son tontas”, me cantó en la cara cuando avisó que ya no me haría caso. No volví a atenderla y cambié de tienda para comprar mis chucherías. Aquí entre nos, sí me dolió.

En su libro Salvajes y sentimentales. Letras de futbol, el escritor español Javier Marías define que el futbol es “la recuperación semanal de la infancia”. Y sí, tiene razón. Esa apreciación podemos extenderla al deleite que emana de la experiencia de dedicarle dos horas o más a las películas, ya sea en una sala cinematográfica o en la sala del hogar. No sé si el futbol, pero el cine también es refugio. Y es felicidad. Lo supe, lo sé. Aquel videoclub me lo enseñó. En fin.

Recibo la fotografía como un regalo de fin de año cortesía de mi abuela. Desde donde quiera que ande, el paquete que envió llegó a tiempo. Más que hacerme viajar al pasado, la postal me aterriza en un presente incierto y agresivo en cuestión financiera por el desempleo, pero con la certeza de que no estoy solo. Mi fiel confidente y porrista, tal como lo fue en vida, se asoma desde la muerte para alentarme y acompañarme. Lo hace con un juego, o así lo quiero percibir: invitándome a interpretar la imagen, igual que se hace con los finales de las películas.

¿Será que para ella voy bien y me orienta a tener paciencia sin dejar de ser perseverante con mi emprendimiento? ¿Me estará empujando a emprender en otro rubro? ¿Estará señalándome que Sandoval tiene razón cuando le dice a Espósito en El secreto de sus ojos que un hombre puede cambiar de todo menos de pasión? Las posibilidades de una respuesta son infinitas. En una de esas no quiere decirme nada y únicamente quiere corroborar si estoy cumpliendo con la promesa que le hice de no olvidarla.

En entrevista para El País, el realizador Paolo Sorrentino declaró que el cine como reflejo de la vida es imperfecto, porque la vida es imperfecta. “Si una película habla de la vida, en la vida no hay respuestas y no todo funciona”, precisó. Si a la foto de mi tía en su videoclub le añado lo dicho por el director italiano pero narrado en voz en off por mi abuela, la dimensión de la imagen cobra otro sentido y se transforma en ese obsequio temido que pocas veces agradecemos, o agradecemos hasta que estamos aptos para hacerlo: escuchar lo que no queremos escuchar.

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Written by Elías Leonardo Salazar

Me gusta vivir. Disfruto de cazar y sentir historias para contarlas.

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