Campeón, ¿qué se siente vivir?

Elías Leonardo Salazar
3 min readMar 22, 2019

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Foto: Internet

Había terminado la conferencia de prensa. La sesión de preguntas y respuestas fue una extensión de lo abordado en el panel, una reiteración para asegurar lo ya dicho. En pocas palabras, un protocolo tedioso. Que si un magno evento, que si las rivalidades, que si los planes a futuro. Nada nuevo para contarle al editor recién nombrado en ese cargo, un tipo incisivo con las peticiones que anduvo duro y dale con su cantaleta de “quiero algo rápido, fresco y, si se puede, que valga la pena”. Como no hubo material que saciara su molesta terquedad salvo la nota ya enviada, apagué el teléfono para no soportar su insistencia.

Me dirigí al baño, escala obligada después de tomar demasiado café. Concentrado en mi urgente necesidad, escuché una voz que agradeció al cielo por orinar: “Uf, ya me hacía”. Volteé y me di cuenta que era el Hijo del Perro Aguayo. Ambos — cada uno por su lado, obviamente— terminamos la premura impuesta por el cuerpo, nos lavamos las manos y reflejándonos en el espejo le pregunté qué se sentía.

-¿Que se siente qué?

-La vida, campeón. ¿Qué se siente vivir?

Me miró con cara de pocos amigos. Por un instante creí que me golpearía, sobre todo porque puso un semblante serio, lo que se dice serio. Fue una pregunta repentina por tener junto a mí a un hombre que hacía poco pudo salir avante del tratamiento contra el cáncer de estómago que padecía, un hombre al que vi entero después del terrible mal que afrontó.

Se mojó el rostro como si quisiera apagar un fuego. Ofrecí una disculpa por si acaso llegué a ofenderlo. Acto seguido, por la incomodidad de mi vergüenza, me apuré a salir del sanitario.

— Oye, espera.

— Perro, no fue mi intención…

Alcanzándome en las escaleras, Pedro Aguayo Ramírez me extendió la mano diciéndome que estaba a mis órdenes cuando quisiera hacerle una entrevista, charla o lo que se ofreciera para mi labor. Comprendí que no me quería responder en ese momento.

— Reporteros, incluso algunos de ellos amigos míos, me han felicitado por haber sobrevivido al cáncer. Pero ninguno me ha preguntado qué siento. ¿Irás a la función?

— Sí, claro.

— Allí nos vemos.

Nos vimos.

El Hijo del Perro Aguayo subió al ring para repartir salvajismo y rudeza, para comportarse como un cavernícola energúmeno, para treparse en la tercera cuerda con los brazos abiertos como todo gladiador que se sabe ídolo de la afición.

Para responder sin querer al qué se sentía vivir, Pedro cargó y abrazó a un niño con leucemia motivándolo a seguir su tratamiento, además de obsequiarle una camiseta de los Perros del mal. Reconociéndome entre el público presente en las primeras filas, Aguayo me alzó el pulgar de su mano derecha. Le aplaudí como loco uniéndome al coro festivo de “Peeeerro, Peeeerro, Peeeeerro” que retumbaba en la arena. Imposible no hacerlo, crecí siendo aficionado a la lucha libre como simpatizante del bando rudo. Su padre, el gran Perro Aguayo, fue un personaje entrañable de mi infancia; su personalidad y presencia eran únicas y magnéticas, no se parecía a ningún otro gladiador. Su vástago era digno heredero.

Nunca llegó la entrevista deseada. No hizo falta. Aquel encuentro fortuito en el sanitario y esa noche en que repartió golpes sin piedad fueron más que suficiente para comprender la dualidad de un luchador como él, o al humano que encontraba en el ring un sitio de terapia para desahogar emociones y sentirse vivo. El cuadrilátero era su respuesta a cualquier pregunta.

En aquella función, por cierto, no sonó ni vibró el teléfono. Pobre del editor, se quedó esperando algo que valió muchísimo la pena. Había quemado sus naves con la nota de la conferencia de prensa, porque “la lucha no es algo que le interese a la gente”. Si hubiera visto el lleno de la Arena Ciudad de México…

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Written by Elías Leonardo Salazar

Me gusta vivir. Disfruto de cazar y sentir historias para contarlas.

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