Concierto para otras manos, otra manera de mirar la música en el cine nacional
En el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) de 2022 compitió el documental Un lugar llamado música, de Enrique M. Rizo. Nos cuenta la historia de Daniel Medina, un violinista mexicano wixárika que entabla amistad con el compositor Phillip Glass a través de la música. A nivel lingüístico, no hablan el mismo idioma. A nivel sonoro, se entienden a la perfección comunicándose con sus respectivos instrumentos. Uno lo hace con su violín, otro con su piano. Antes y después de verla, la película nos empuja hacia una interrogante pertinente de formular con relación al talento esencial de sus personajes: ¿Cómo retratar la música desde la mirada nacional?
Una posible respuesta llegó dos años después en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara (FICG) con otro documental, Concierto para otras manos, de Ernesto González Díaz. La historia que aquí se narra es la de David, un joven pianista con discapacidad que cuenta con la particularidad de ser hijo de José Luis González Moya, famoso pianista tapatío. Su ingreso y ascenso en la música es el eje de la película, pero sus subtramas son los cimientos atendibles del curso que toma el protagonista para cumplir sus sueños.
En un momento específico del documental, casi al principio, la cámara se mantiene fija con un plano abierto de David sentado frente a la lente. El chico nos cuenta a los espectadores qué lo hace diferente a otros hombres: brazos cortos, manos con cuatro dedos y audición limitada como consecuencia del síndrome de Miller-Dieker. Ejemplifica con unas tijeras de su infancia cómo fue acoplándose al mundo con movimientos óptimos para sus características. Lo interesante con ese plano fijo y abierto es que vemos y escuchamos al artista en toda su dimensión, sin ocultar nada. Eso implica que de golpe se elimine cualquier sentimiento de condescendencia y morbo hacia él. Por el contrario, la seguridad con que habla y se reconoce a sí mismo apaga cualquier intención de sentir compasión por su persona. La inquietud ya no está en el quién sino en el cómo.
A diferencia de ficciones estadounidenses que recurren a tomas cerradas en físicos y movimientos de los músicos para después editarlas en secuencias de ritmo acelerado con score chantajista, Concierto para otras manos apela a varias tomas abiertas montadas sin prisa por mostrarnos la transición de David entre aspirar a ser pianista y convertirse en uno. Se nos muestra al artista siendo uno más entre los demás, o bien desenvolviéndose en un universo donde también son importantes el espacio, el ambiente y las personas, ya sea jugando futbol, caminando en un jardín o tocando en un recinto. Forma parte de un conjunto.
Las tomas cerradas, en cambio, son dirigidas hacia rostros y voces que nos ayudan a responder el cómo. Vemos y escuchamos a los papás de David, a su tía. Mientras que el chico lo tuvo claro desde la infancia, es decir, aceptar su situación y convencerse de que su destino era la música, los adultos de su entorno familiar fueron quienes experimentaron la incertidumbre, el temor, la duda. Notamos así que “el diferente” no es precisamente el joven pianista, sino el entorno que se manifiesta contrariado por contemplar adversidades antes de vislumbrar soluciones. González Moya confiesa que en un inicio puso en tela de juicio la ilusión de su muchacho, esto a partir del desconocimiento y la ignorancia que se apoderan del individuo con base en los juicios personales.
Justo es la voz, la figura y el rostro del padre lo que contribuye a sostener el peso del documental, pero ya no como una historia de pianistas. El interés transita hacia un tema que es herida nacional, sin embargo también asoma otra cara de ese dolor: la paternidad. En un país de madres que sacan solas a sus hijos adelante, que maternan sin apoyo, un país de progenitores abandonadores e irresponsables, hay excepciones que merecen contarse. Tal como ocurre con González Moya y David.
En una escena vemos que el concertista toca la puerta de la recámara de su hijo diciéndole “soy tu conciencia, ya es hora de levantarse”. Emplea un tono amable, cordial, juguetón. Allí se nos rompe la idea del músico que es y conocemos al padre de cuerpo entero, un padre que respeta la privacidad de su hijo, que se comunica con él mediante un lenguaje que han construido juntos y con el amor de un hombre que se siente dichoso por tener en casa a un ser que lo llama “papá”.
Además de arropar y acompañar, la paternidad también es dejar ser. David descubre las matemáticas, maravillándose con ellas al grado de percibirlas como elemento fundamental de la creación. Lo explica más a fondo con la sucesión de Fibonacci, secuencia numérica que abrazó para entender la música y, sin decirlo, a su padre. Descifrar notas, acordes y armonías del piano desde la ciencia matemática lo lleva a descifrar a González Moya. Ese descubrimiento reafirma el sentimiento que desde muy pequeño David tuvo hacia su papá: un profundo amor que en ocasiones expresa con admiración. Independientemente de que lo tiene en el hogar, el chico disfruta de ver al pianista que es su padre poniendo antiguos videocassettes de sus conciertos.
¿Cómo retratar la música en el cine mexicano? Enrique M. Rizo lo hizo con la naturaleza que rodea a la tierra que habita Daniel Medina en Un lugar llamado música, esa misma que le dicta notas o le obsequia pensamientos para que sean tocados en el violín. Con Concierto para otras manos, Ernesto González Díaz lo hace desde el interior de un hogar donde la paternidad es responsable, presente y abierta a sorprenderse con el talento de un artista que reinventa el mundo y reinventa a los suyos.