Crónicas del desempleo: La depresión
Era la medianoche del 26 de julio de 2022. Estaba por dormirme cuando recibí la llamada de SerA, amigo de muchos años que conocí en el ejercicio periodístico durante la primera década del siglo. “Se murió JO”, dijo tajante. Ni siquiera saludó, fue directo al grano. Estaba consternado, le urgía compartirlo conmigo. Su tono era nervioso, de shock. No sabía cómo reaccionar, la poca calma de sus manos temblorosas la usó para marcarme.
SerA no tenía la serenidad para dar la noticia al resto de los amigos. La encomienda me correspondió a mí. Previo a hacerlo efectué una llamada con una de las personas más cercanas a JO para saber qué había pasado. Con conocimiento de causa sobre lo sucedido, ya entrada la madrugada, desperté a RD, EME y DI para notificarles que una de las amistades que más quisimos se había ido en silencio. JO se fue callando todo aquello que nosotros fuimos incapaces de percibir en un hombre que ahogaba sus palabras porque no supo cómo expresarlas y porque no quiso molestar a nadie. Un hombre que fue periodista. Un periodista con quien crecí a la par y del que aprendí mucho. Fue él quien impulsó la creación de dos espacios futboleros con los que intentamos posicionar al cuento y el relato en el panorama del aficionado mexicano, ElBuenFútbol* y Fútbol Sapiens.
Al día siguiente llegué y me fui del velorio con la mente detenida en un cuestionamiento interno: ¿Por qué no hablamos lo que sentimos? Al igual que JO, soy de silencios. A diferencia de él, encontré en la escritura una vía para desahogarme. Sin embargo, aunque queme la garganta por tantos gritos reprimidos y arda la entraña por la indigestión de frases acumuladas, sellamos nuestros labios para pronunciar lo que el alma exige manifestar. ¿Es generacional? ¿Es sociocultural? ¿Así nos educaron? ¿Fue consecuencia de los golpes que nos dio la vida?
En el último café que tomamos, JO me narró una serie de eventos trágicos que atestiguó y documentó durante la pandemia en inmediaciones e interiores de clínicas y hospitales. Relató escenas dantescas que asomaron su necesidad por sacarlas del pensamiento lo más pronto posible, ya no podía con ellas. Le pregunté por qué me contaba eso, por qué a mí. “Porque quiero que me digas que las escriba”, respondió. Entendí lo que quiso decir. Recién había publicado mi libro Toco y me muevo, lo cual interpretó como un síntoma de seguridad en mi persona, lo suficiente para contagiarse de la misma en aras de animarse a escribir esas historias y publicarlas. Requería un empujón proveniente de alguien en quien confiara y le representara respeto.
Haciéndome entrega de una antigua biografía de Marcelo Bielsa que le presté nueve años atrás, aprovechó para contarme sus preocupaciones profesionales. Lo hizo con pinzas, entre guiños. Planteándome el proyecto sobre una publicación de relatos maradonianos, me cuestionó cómo le hacía para salir avante de los aprietos en períodos de crisis. Su duda se complementó con la opinión de que me veía en perfectas condiciones. Le inquietó verme en buen estado a pesar de mis adversidades, una imagen que le causó confusión. Contesté como dicta la tradición del esfuerzo: “Mientras haya vida, no queda de otra que seguir adelante”. “Se traga veneno, pues”, reviró haciendo alusión a una famosa frase de Bielsa. Estaba decepcionado de los medios digitales deportivos de la actualidad por la manera en que desprecian al periodismo. Tal decepción asomó un ligero temor de su parte hacia el futuro. Fiel a su personalidad, no dijo ni mostró más.
Murió llevándose esas historias, tragándose el veneno. También se fue con una idea errónea de mí respecto a la seguridad. Actualmente, por ejemplo, víctima de la mortificación que causa el desempleo, varias veces he pensado en tirar la toalla con el periodismo. En reiteradas ocasiones mi cerebro ha planteado la posibilidad de irme a un estado como Colima, trabajar de mesero en un restaurante y vivir sin una computadora al lado para evitar la tentación de recordar lo que elegí ser. Pero ya lo hice antes. Radiqué cuatro años en Playa del Carmen con el propósito de empezar de nuevo. Laboré como recepcionista de hotel. Fui feliz, pero cuando te toca aunque te quites; el periodismo me buscó para construir junto a Oliver el proyecto de WhereToGo, un espacio que nos consolidó en la Riviera Maya como medio de entretenimiento. Del periodismo no hay escapatoria. Así te escondas debajo del mar, te encuentra. Esto se traduce en una incesante inquietud de fuga que es dominada por el masoquismo que nos caracteriza a quienes nos autoengañamos con la creencia de que nacimos para esto. En pocas palabras, una relación tóxica, enfermiza.
Pero, ¿para qué te localiza? Para maltratarte. Quienes decidimos ofrendar los sueños en esta profesión lo hacemos sin considerar que sellamos un destino rocoso sin horizonte pero con piedras y más piedras a la vista. La adversidad, los obstáculos y la inestabilidad son compañía segura en nuestra ruta a menos que se opte por retroceder y buscar otro sendero profesional, o que se recurra a la astucia o trampa de hallar atajos para conseguir estabilidad en el trayecto.
Pagos es lo que menos recibimos y más suplicamos. La precarización que devora al gremio va desde salarios miserables hasta retraso en sueldos. Y eso si bien nos toca, pues hay empresas que se las ingenian para explotar a su planta laboral sin retribuir un solo peso. La única factura que es liquidada en tiempo y forma dentro del universo periodístico es la que llena de estragos al periodista, siendo el desempleo una punta del iceberg que desencadena en una serie de daños: hambre, rupturas amorosas, adicciones, enfermedades, entre otros. Todos conducen al más alarmante y menos atendible en muchos casos, la salud mental.
-¿Cómo estás?
-Bien, muy bien, ¿y tú?
Algunos, como JO y yo, solíamos responder “bien, muy bien” cuando en realidad estábamos mal. Esa mentira se extendía a la personalidad, es decir, camuflamos indicios que evidenciaran los malestares que nos aquejaban y que no sabíamos distinguir si eran pasajeros o si nos habíamos estancado en lo que se teme aceptar, la depresión. ¿Por qué negarla? ¿Da pena? ¿Entramos en pánico por miedo a no ser contratados? ¿Nos sentimos débiles frente a los demás?
Desde la pandemia hasta la fecha he enfrentado tres desempleos. Uno por recorte pandémico, otro por despido debido a que me negué a ser explotado para satisfacer una ridícula directriz del clickbait y el último fue porque desaparecieron la oficina en México. Han sido lapsos de entre seis y nueve meses sin remuneración económica. Para un reportero es una agonía que no sólo comprende el aspecto financiero sino también el dinamismo habitual de su quehacer periodístico.
En el marco de ese período viví la pérdida de un futuro crío que desencadenó en una separación. Mi madre fue sometida a una intervención del corazón y posteriormente a una prolongada recuperación tanto por el proceso cardíaco como por una caída que derivó en fractura de hombro. Fue una rehabilitación larga y costosa. Feria, mi labradora negra, se enfermó de cáncer. Recurrimos en primera instancia a un tratamiento caro para brindarle calidad de vida hasta que la metástasis tuvo prisa por llevársela y debí despedirme de ella tras ocho años de su entrañable amistad. Mis ahorros se fueron en ellas. Percatarse de que la cuenta se quedó vacía fue frustrante. Frustra porque de inmediato el desconcierto y la conmiseración se apoderan de la voluntad en medio de la flaqueza que ya en sí representa estar desempleado.
La racha de infortunios me orilló a concluir que quizá soy un mal periodista, que la buena suerte no es para mí, que nací para sufrir. Comencé a experimentar un intenso rencor hacia las personas que consideré me habían perjudicado. Nació una fuerte envidia descontrolada hacia la gente que gozaba de viajar, de satisfacer su lado consumista y, principalmente, a las que disfrutaban una relación de pareja o la paternidad. Amanecía y me iba a dormir luchando contra un repertorio de ideas pesimistas que llevaban a desenlaces terribles. Al detectarme consciente de ello supe y reconocí que estaba deprimido. Pero había un problema con eso. Al ser hombre de silencios y avergonzamientos, no tenía noción acerca de cómo pedir ayuda.
Me aislé, me abracé a la soledad. Fui distanciándome de conocidos, incluidos familiares. Inventé cualquier cantidad de excusas para no asistir a fiestas, reuniones o citas, salvo que se tratara de entrevistas de trabajo. Asimismo, los pretextos eran para escudar la pena de no tener dinero, ni siquiera para pasajes. ¡Cómo avergüenza! Me saturé de actividades para no caer en el acto de dormir o la inacción. Sin embargo, la entraña me pateaba con brusquedad por contener lo que para muchos puede ser sencillo pero que a otros nos resulta difícil. ¿Qué? Decir lo que sentimos, hablar.
Tras haber dejado de fumar y de beber, dos compulsiones que llevé al límite de poner en riesgo mi salud con dos pre infartos, la depresión se me apareció en mis cinco sentidos. No había rincón para esconderme de su presencia. Afortunadamente no tuve en ningún instante la tentación de recaer. Eso, justo eso fue lo que incitó a dimensionar que no necesitaba de sustancias sino de mí mismo para afrontar la asfixia de tristeza, ira y coraje que me tenían prisionero en el silencio.
Entonces vino el inesperado adiós de JO. Horas después de su funeral volví a casa para escribir crónicas en mi cuenta de Facebook. Relaté pasajes que vivimos como amigos y periodistas, además de perfiles como el gran conversador que fue cuando se trataba de hablar sobre política, futbol, música y cine. Es lo menos que se puede hacer por un amigo y periodista fallecido al que se estimó, recordarlo a través de letras periodísticas o como personaje principal de historias dignas de contar. Al paso de los días noté que ningún texto reveló abiertamente mi sentir en torno a su partida y a la impotencia emanada de la sensación de no haber hecho algo más por él. Algo como escucharlo, forzarlo a hablar.
Poco después, una mañana de sábado, recibí otra llamada de SerA. Ofreció disculpas por ser tan abrupto y frío al darme la noticia. Igualmente pidió perdón por la demora en comunicarse nuevamente conmigo por entendibles problemas personales que debió resolver.
-¿Cómo estás?
-Bien.
-No, no estás bien.
-¿Cómo sabes que no lo estoy?
-Porque te leo, porque te conozco. ¿Cómo te sientes?
SerA también es periodista. Tras cumplir 40 años, las puertas fueron cerrándose y las oportunidades se extinguieron. Guardó el periodismo en un cajón para optar por otro oficio, incluso mudándose de ciudad. Extraña escribir, investigar. Lo confesó en aquella llamada. La muerte de JO le afectó bastante, removió en él su sentimiento de amor y odio hacia una profesión que, desde su perspectiva, estaba convirtiendo en “piedras” a sus amigos.
Recriminándose por no haber sabido descifrar a JO, se tomó la molestia de regañarme. No quería una fatalidad similar para mí, ni para nadie que tenga como rasgo distintivo la autoimposición de callar.
-Ojalá su partida nos sirva para entender que debemos hablar las cosas cuando andan mal, no únicamente cuando estamos bien. Tú te pareces a él en eso, te callas todo. No es lo mismo escribir que hablar. Sé que no estás bien, así que aquí estoy para escucharte.
Atendí sus palabras. No recuerdo qué tanto desahogué, sólo sé que abrí los labios concediéndole razón con la lección que nos dejó JO. No hubo interrupciones, tampoco juicios de valor. Se dedicó a escuchar. Intercambiamos roles cuando concluí, cuando me quedé afónico. Fui sus oídos para enterarme del dolor que cargaba y arrastraba. Supe de heridas y reinvenciones que calló porque se tomó muy en serio una máxima que le inculcaron en la universidad: “un periodista debe ser de acero en beneficio de la gente, debe aguantar todo por el bien común”.
A partir de ese instante mantenemos comunicación frecuente para escucharnos mutuamente sea cual sea la circunstancia. La muerte silenciosa de nuestro amigo también trajo consigo una enseñanza más: a un periodista no se le pregunta “¿cómo estás?”, porque responderemos “bien, muy bien” por inercia. Cambia la cosa en cuanto se plantea un “¿cómo te sientes?”. Parece que no, pero esa ligera modificación en el cuestionamiento activa la razón para recordar que somos individuos sintientes, no unas “piedras” del oficio que continúa acorralándonos contra un sinfín de tempestades. Si tan sólo le hubiéramos preguntado a JO cómo se sentía…
Pese a que SerA ya no ejerce, su espíritu periodístico está bien resguardado. Independientemente de que sea mi amigo, acudo a su criterio para que me diga con plena confianza su opinión acerca de lo que produzco en Cinéfilos en apuros o escribo en Medium durante este período de desempleo que afronto. Busco crítica, retroalimentación, observaciones. Hacerlo es concederle una posibilidad de mantenerse cerca de la profesión cuya pasión reposa pero quizá mañana decida sacarla del cajón aunque sea para sí mismo, porque eso le da vida, y vivir es la mejor noticia que podemos darnos entre periodistas en esta época de tragar veneno.