Cuando el amor se asoma en la dulcería del cine
De manera frontal vi cómo el señor iba tan alterado y distraído por apurar a su esposa para formarse en la fila de la dulcería que no se percató de la adolescente pareja que cruzó junto a él. Chocó contra los chicos mandando al piso el combo bien dotado que cargaba el chavo. Palomitas, nachos, hot dog y Icee’s quedaron desparramados sobre el suelo. Comportándose tal cual energúmeno que evade su responsabilidad, el hombre culpó de inmediato a los muchachos con un oprobioso grito de por medio: “Fíjense por dónde van, pinches pendejos”. No fui el único que atestiguó la escena. Fuimos varios más.
Como acto mecánico, mero instinto de protección, el chico colocó a su novia detrás de él pidiéndole que retrocediera más pasos. Su reacción tuvo razón de ser: el hombre estaba molesto, tenso y agresivo, por lo cual se desconocía cómo iba a actuar en consecuencia. No quería que por ningún motivo resultara agredida su chica. También la prudencia se apoderó de su persona, pues bien pudo reclamar de inmediato y revirar al señor, pero se contuvo. No alimentó una posible exposición de una agresión mayor a raíz de un pleito.
Con rostro enternecedor, la chica evidenció nerviosismo. Se asustó con el furibundo improperio y la cólera manifiesta en la cara del sujeto. Eso sí, en todo momento tomó de la mano a su galán. No lo soltó. En tanto, la esposa, confundida por la situación, se quedó pasmada. No supo qué hacer.
Intervine junto a otro espectador un poco más joven que yo. Recriminamos directamente al señor por ser el causante. Le dijimos que fue él quien cometió la imprudencia de caminar en dirección contraria y sin fijarse por dónde iba. Una señora acompañada de sus hijos nos hizo tercera exigiéndole que no fuera grosero con los novios. Como debe ser en ese tipo de casos, sumamos voluntades para armar mitote en aras de que le repusiera los productos a la pareja.
De reojo vi que la chica abrazó de la cintura a su novio y miró con un dejo de tristeza y remordimiento los artículos tirados en el piso. Era una mirada que delataba el sentir de alguien que valora el esfuerzo de otra persona para adquirirlos y compartirlos. Era esa mirada que solemos reconocer en quien comprende lo que cuesta construir una breve dicha como bien común. Asimismo, se sentía segura y protegida por su novio, al que le inyectó la misma confianza tras no soltarlo. Él procuró la serenidad como solución.
Entonces, para sorpresa de todos, la esposa del hombre entró en acción. Lo primero que hizo fue ordenarle a su marido que se callara y se hiciera para atrás. A nosotros, los mitoteros, nos instó a calmarnos. Acto seguido procedió a disculparse con los chicos preguntándoles si habían guardado el ticket de consumo para reponerles su combo. El chavo sacó de un bolsillo de sus jeans el comprobante y se lo dio. Firme, nada que ver con el comportamiento adquirido tras el incidente, obligó a su esposo a reponer el daño.
Alejándose unos metros, el matrimonio entabló una breve discusión de casi dos minutos. Terminada su conversación, el señor regresó con las defensas bajas hacia el sitio donde estaban los novios para pedir perdón por su descuido y por su exabrupto. Con voz compungida los conminó a acompañarlo para corregir su falla. ¡Quién sabe qué le haya dicho la esposa para que cambiara radicalmente de personalidad! Se había transformado en un manso tipo arrepentido. Los mitoteros proseguimos con nuestros caminos toda vez que ya no era necesario estar ahí.
Me alejé no sin dejar de observar a la chica. Su faz también había cambiado. Contenta y serena, besó a su novio, quien extendió el instante con un abrazo bien dado, de esos que se dan cuando no se desea soltar jamás al ser que se ama. Junto a ellos, mientras aguardaban turno en la fila, la señora colocó su mano encima del hombro de su marido. Éste, con la mirada agachada en clara señal de vergüenza, y siendo más alto que ella, besó su frente. Quizá en agradecimiento por hacerlo entrar en razón, quizá por la dicha de tenerla como compañera de vida, quizá porque ni él mismo supo qué hizo corto circuito en su día como para haber perdido los estribos frente a su esposa y contra dos adolescentes que no le hicieron nada.
Entré a ver El tiempo que tenemos (John Crowley, 2024), un drama romántico que precisamente no transmite romanticismo y sí la imposición de un tono chantajista para forzar al espectador a llorar o a emocionarse por lo que sea. Cuando terminó la película salí de la sala sofocado por lo que había visto. ¡Hasta las ganas de amar se me espantaron! Pero retornaron en cuanto caminé hacia la salida de la plaza comercial y coincidí en la acera con los novios del incidente horas antes.
Si me preguntan qué es el amor, no sé qué responderles, pero es probable que sea eso que evidenciaban los ojos de la chica en su manera de mirar a su chavo, como agradecida con el destino que fuera él y no cualquier otro el indicado para reinventar al mundo como un hermoso espacio habitable y transitable. Desconozco si es cuestión propia de la edad o lecciones que hasta ahora me otorgan los trancazos de mi trayecto, sin embargo comprendí en su justa dimensión lo que le expresa Robert Redford a su chofer en Propuesta indecorosa (Adrian Lyne, 1993) cuando deja partir a Demi Moore. Palabras más, palabras menos, le dice que jamás logrará que ella lo mire como mira a Woody Harrelson. Y es verdad, aunque suene a cliché, los ojos son la ventana del alma. Lo comprobé con esa chavita irradiando una felicidad indescriptible en su mirada. Hasta le antojaron a uno las ganas de que lo miren así.
Posiblemente también sea el sentimiento que pudo haber aflorado en el hogar del matrimonio tras una larga charla que haya permitido descubrir la verdad de lo que detonó una conducta atípica en un hombre que pasó de insultar al avergonzamiento público teniendo como compañera a una mujer que convirtió un episodio de encono en un cimiento más de una relación ajena naciente como la de los muchachos.