De conciertos nocturnos a gratos y breves abrazos

Elías Leonardo Salazar
12 min readAug 2, 2023

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Feria, mi roncadora inolvidable

LOS CONCIERTOS NOCTURNOS

Antes de irme a dormir, el silencio confirmó su ausencia. Las paredes del departamento dejaron de rebotar el eco de sus ronquidos.

Feria roncaba como si compartiera un recital de canciones estridentes escuchadas en sus sueños. Descansaba al compás de tonos roncos, fuertes y prolongados. Amistades decían que era el mismo sonido desprendido por sus tíos borrachos en un domingo por la mañana al grado de estar indispuestos para bajarse la cruda. Sin duda, un ruido escandaloso. Pero no para mis oídos. Por el contrario, los conciertos nocturnos de mi perra eran melodías de paz para mi persona.

Mi fiel compañera fue maltratada antes de llegar a mi vida. Tenía poco más de un año cuando la dejaron abandonada y golpeada en un recinto ferial de Playa del Carmen, Quintana Roo. La ataron con alambre de púas a un árbol de zona selvática bajo una temperatura de 30 grados centígrados. Se deshicieron de ella lastimándole también sus patitas traseras, sobre todo la derecha, de la cual rengueaba ligeramente como secuela. Por si fuera poco, desnutrida. Sobrevivió de milagro.

Desde que se instaló en casa hasta que transcurrió un año y medio, Feria despertaba con convulsiones y alaridos terribles cada madrugada. Parecía poseída por un espíritu maligno, y no es exageración. Fueron escenas perturbadoras, tensas y dolorosas. Me despertaba para tranquilizarla de inmediato diciéndole que todo iba a estar bien. Alejandra, la veterinaria, me dio la indicación precisa de hablarle a distancia para evitar un ataque debido a la acumulación de agresividad que poseía. Debía esperar a que despertara por completo para acercarme. Era lógico que estuviera a la defensiva tras la violencia padecida.

En los primeros tres meses me recostaba a su lado hasta que se serenaba y volvía a dormir. En meses posteriores eligió subirse a mi cama luego de esos trances horribles derivados de los traumas que le provocaron quienes no son otra cosa más que miserables. Terminó acoplándose a un sofá del que se apropió en cuanto lo compré.

De repente, una madrugada dejó de alterarse. En un suceso nuevo para ambos, comenzó a roncar mientras dormía con singular placidez. Atónito y maravillado por lo que escuché, me levanté para contemplarla. No dejé de observar su enorme y regordete cuerpo (habíamos ganado la batalla a la desnutrición) como si de una obra de arte se tratara. Grabé sus ronquidos para presumirlos al día siguiente a mis familiares y compartirlos con amigos. A partir de ese instante vinieron un sinfín de odas a la ronquera cortesía de su parte.

Nada me enterneció tanto en nuestra convivencia como el hecho de escucharla roncar. Cada vez que lo hacía corroboraba que habíamos vencido a las pesadillas de lo indeseable y que dormía convencida de que nunca más iba a sufrir. Parecía un grandísimo oso de peluche con cajita musical incluida. Les repito, sus estridencias eran armonía y consuelo para mí.

Ahora que ha partido, extraño sus conciertos nocturnos. Para ser honesto, me dejo llevar por el inconsciente para buscar residuos de esos sonidos. Sin embargo, a pesar de ser avasallante en mi reinvención sin su presencia, el silencio es recordatorio de que Feria ya goza de la tranquilidad absoluta en un lugar donde sólo existe la posibilidad de ser feliz y dormir sin miedo. Si en algún momento desea venir a roncar un ratito, las puertas de mi recámara y el estudio están abiertas.

Le encantaban los disfraces.

EL CÍRCULO DE AMOR

-Lo primero que debes aprender es a dejar de estresarte. Si tú te estresas, ella se estresa. Mira, te voy a enseñar.

Acto seguido de darme ese consejo, Wendy fue a pasear a Feria contándole puras cosas bonitas. Retornaron veinte minutos después. Estaban muy contentas una con la otra. Habían forjado una amistad con sus propios códigos, los cuales hasta la fecha desconozco. No obstante, estoy agradecido con esa complicidad.

Wendy y Alfredo son un matrimonio de amigos que emprendieron como restauranteros al abrir una pequeña cafetería ubicada justo en la esquina de mi casa. Cada noche acudía como cliente frecuente por dos razones: el círculo de amor y el juego de Scrabble. Con círculo de amor me refiero a un ejercicio colectivo que organizamos con la finalidad de consentir a Feria con caricias, disminuir su agresividad y devolverle autoestima con trato amoroso. Fue rutina diaria hasta que cumplimos entre todos el objetivo. Continuamos incluso después de que la perra se recuperó en su totalidad. En tanto, para relajarnos, jugábamos a construir palabras. Nos entreteníamos así a lo largo de la semana.

Pero hubo un lapso en que empeoré a nivel emocional debido a la crisis financiera que de golpe afectó mi estabilidad en varios sentidos. En mi interior, me sentía frustrado, impotente. Wendy se dio cuenta de eso percatándose de que me desesperaba fácilmente con Feria por conductas propias de un can rehabilitado, entiéndase una intensa necesidad por correr y jugar. La perra estaba llena de energía, con ganas de disfrutar la vida. Vaya contraste, su despertar vino en mi abrupto derrumbe interno. “No corras”, “no hagas eso”. No, no y no. Fluía el “no” de mis labios.

-Cabrón, si han avanzado hasta este punto, no la cagues. Feria te adora, eres lo máximo para ella. Que tú la estés pasando mal es asunto tuyo, arréglalo tú, pero no lo transfieras hacia ella. ¿Acaso crees que no te percibe? Eso le afecta. Hoy, mañana, cuando te nazca hacerlo, platícale. Te va a entender. ¡Pero hazlo ya!

Las palabras de Wendy retumbaron con fuerza en mi ser.

Esa misma noche platiqué con mi perra. ¡Me quebré! Le conté todo aquello que traía atorado en el alma desde tiempo atrás. No me guardé nada. Al final de mi monólogo la abracé con tanto cariño que le pedí perdón prometiéndole que una situación así jamás volvería a suceder entre nosotros y que estaba dispuesto en atender sus deseos por ser la más feliz del mundo.

Cansado y liberado por compartirle mi sentir, caí rendido sobre la almohada. De manera inesperada ocurrió uno de los gestos que nunca quiero olvidar: Feria trepó a la cama para depositar con suavidad sus patitas sobre mi cabello y lamerme la cara. Se abrazó a mi cabeza para consolarme. Fue su mecanismo para comunicarme que estaba a mi lado y que de ese periodo amargo íbamos a salir juntos.

Conmovido por su acción, me incorporé de la cama para tomar su correa e irnos a caminar. Recorrimos varias calles hasta que nos cansamos los dos. Volvimos para que Feria cayera agotada en su camita. Allí supe que ella era mucho más que un animal. Comprendí que la fortuna en la tempestad a veces viene en molde de cuatro patas. Entendí que la dicha de un hombre está en procurar la serenidad de los suyos. Y sus ronquidos me recordaron que era mi familia.

Le daba por extrañar amigos.

EL TRICICLO TAMALERO

Mi casero puso en marcha una serie de remodelaciones en la casa por algunas semanas. Hicimos un trato: suspender el pago de alquiler a cambio de tolerar las obras y supervisarlas mientras estuviera presente.

El maestro albañil era conocido mío porque también hacía trabajos en el hotel donde laboraba como recepcionista. Había confianza para irme y regresar sin estar preocupado por mi perra. Incluso él se encargó de diseñar un pequeño espacio de jardín exclusivo para Feria y así no se viera perjudicada en su espacio de reposo y área de necesidades.

-Marcelo, si les pide de comer, no caigan en su trampa-, le advertía antes de marcharme a trabajar.

Pero Marcelo y los albañiles cayeron en su trampa todas las tardes aún con mi presencia allí. Le daban carnitas, tacos placeros, pollo rostizado, queso de puerco y mollejas. A la perra le encantaba sentarse con ellos a la hora de la comida porque la trataban bien. Hasta postre le daban mediante piezas de pan dulce.

Uno de ellos, Marcial, llegaba en triciclo tamalero. En ocasiones servía como transporte de dos o tres de sus compañeros que se las ingeniaban para ir cómodos: los tres sentados recargados en un costado y con las piernas al aire. A Marcial le gustaba pedalear porque así se mantenía en forma para sus conquistas, decía. “Conocí a una señora guapísima que se acaba de divorciar y anda buscando amor. Debo estar al tiro”, me platicaba sobre aquel affaire que sí terminó por concretarse.

Por mero ocio, un día se me ocurrió pedirle prestado el triciclo para pasear con Feria por colonias de Playa del Carmen. Aceptó. Y no sólo eso. Adaptó una sombrilla para que la perra no fuera víctima de los rayos solares. Así, gracias a la ociosidad, Feria y yo nos fuimos a dar la vuelta varias tardes. Hubo turistas que nos detenían para pedirnos la foto; exóticos o rupestres les debimos haber parecido.

Concluidas las remodelaciones en la casa, Feria se postraba en el patio a la hora en que Marcelo y los demás se reunían para comer. Los extrañaba. También aguardaba al triciclo tamalero para continuar con el rol a bordo de él. La añoranza y tristeza duró por pocos días. ¡Y qué bueno! Me cansé de llenarme con pollo rostizado para no arrancarle de golpe esa rutina que le devolvió la confianza en los humanos.

Sus ronquidos eran melodías para mí.

VOLCANES PARA EL SUSTO

Como tantas personas, Rodrigo, amigo mío, fue a probar suerte en Playa del Carmen. Se convirtió en mi roomie. Desde el principio se llevó bien con Feria. Se adaptaron rápido uno al otro, tanto que de cariño le apodó ‘Caguama’ por su cuerpo parecido al de un envase grande de cerveza. Y ella no opuso resistencia a su mote. Claro, porque había comida de por medio.

Tragona insaciable, Feria recurría a sus dotes de actuación para hacer melodramas y chantajear a Rodrigo cuando él se disponía a comer. Por supuesto, la perra se salía con la suya. Inteligente, así negoció su amistad. A cambio de recibir con agrado el nombre de Caguama, aquél tenía que ceder a la presión de compartir sus alimentos, o brindarle un ratito de apapachos. Ah, porque igualmente era astuta para exigir mimos y tiempo de juego.

Debido a que era de carácter extraordinario la exhibición de buenas películas en cines playenses, Rodrigo y yo no quisimos dejar pasar la oportunidad de ir a ver Animales nocturnos (Tom Ford, 2016), programada en horario laboral. Aprovechamos uno de nuestros días de descanso para hacerlo. Fuimos al cine no sin antes haber surtido la respectiva despensa semanal. Pero cometimos un error. ¿Cuál? Dejar las bolsas encima de la barra de la cocina.

Al día siguiente ninguno de los dos tenía trabajo, así que se nos antojó ir a echar chelas. Salimos del cine con ese propósito, pero primero debíamos pasar a la casa para pasear a la perra. Tremenda sorpresa nos llevamos al llegar. ¿Qué pasó? Vimos en el piso trozos pequeños de pan, envolturas de jamón destrozadas, totopos a medio morder, residuos de salchichas, bolsas en jirones.

-Entraron a robar, en-tra-ron a ro-bar-, aseguró Rodrigo. Daba por hecho que ladrones saltaron la pared para meterse por la puerta trasera que daba al patio, misma que dejábamos abierta para que Feria fuera y viniera a su antojo.

-¡Feria! ¡Feriaaaaaa!-, grité desesperado porque no estaba mi perra. Sugestionado por la idea de Rodrigo, pensé lo peor.

Avancé como veinte pasos y visualicé a la perra recostada fuera de la recámara de Rodrigo. Respiraba con agitación. Daba la impresión de que estaba herida. Noté que su panza estaba inflamada, parecía un globo. “Feria, ¿qué pasó?”, le pregunté asustado. Comencé a sudar de nervios construyéndome en la cabeza la historia de un robo cruel y despiadado.

-¡No mames! No, no, no, no. ¡No ma-mes!-, exclamó Rodrigo en voz alta desde la cocina.

-¿Qué pasó?-, le cuestioné alterado.

Entonces empezó a reír. “Llámale a su veterinaria”, me sugirió. Fui hacia la cocina para descubrir que Feria se devoró mitad de la despensa de Rodrigo. ¿Qué se comió? Una bolsa de bimbollos, una bolsa de pan dulce, una bolsa de pan Bimbo, una bolsa de totopos, un paquete de jamón, un paquete de salchichas, una caja de cereal. Para luego es tarde, llamé a Alejandra puntualizándole que era una emergencia de vida o muerte.

Llegó a la brevedad. Le conté lo sucedido y pregunté sobre situaciones exageradas, tales como si era necesario trasladarla a Ciudad de México para cirugía, o si debía buscarle un mejor hogar porque había fallado como ser humano. Se carcajeó. “Tranquilízate, cálmate. Va a estar bien. Nomás déjale abierta la puerta del jardín porque va a defecar volcanes de popó”, me dijo con tono suave y amable.

Y sí, transformó el patio en un campo minado de mierda.

Sacrificamos las chelas para quedarnos en casa. Genia y figura, Feria sometió a Rodrigo. Primero comiéndose sus artículos y después haciéndose consentir por él mientras se reponía del empacho. Hay amistades que deben superar ciertas pruebas para demostrar su lealtad. Ofrendando su despensa, por ejemplo.

Su patita era la batuta para jugar, comer o pasear.

DE GRATOS Y BREVES ABRAZOS

Nuestro paseo nocturno implicaba atravesar frente a la zona de bares en la 115. Una noche, mientras esperábamos el rojo del semáforo para cruzar la avenida, una mujer de aproximadamente 30 años se acercó a nosotros con intención de abrazar a Feria. Estaba un poco pasada de copas pero no completamente ebria. Vaya, happy. Combinando francés con español, se hizo entender. Pidió permiso para acariciar a la perra. Se lo concedí.

La abrazó con delicadeza. Feria correspondió lamiéndole la frente, le había caído bien esa extraña. Cuando la mujer se incorporó, vi que había lágrimas en su rostro.

-¿Estás bien?

-Oui. Un recuerdo en mi cabeza.

Una amiga suya ofreció disculpas a su nombre por el estado inconveniente, mismo que no me pareció tal ante la sinceridad del sentimiento demostrado hacia Feria y emanado tras ese contacto. Su llanto me resultó genuino, profundo.

-¿Cómo se llama?

-Feria.

-¿Y tú?

-Elías. ¿Y tú?

-Marie.

-Mucho gusto, Marie.

-¿Mañana pasan por aquí?

-Sí, todos los días lo hacemos.

-Okey, Elías.

Se despidió acariciándole la cabeza a la perra.

Al día siguiente volvimos a encontrarla en el mismo sitio. A diferencia de la noche anterior, no había bebido. Vestía un vestido corto de color azul, calzaba zapatillas del mismo color y traía su cabello castaño suelto. Su perfume, ¡ah!, su perfume. Era un aroma fresco y nada dulce que seducía de manera inevitable. Sin embargo, no tan potente como la belleza de su rostro: nariz corta puntiaguda, mejillas de piel reluciente, labios delgados. Sus ojos claros eran cautivantes, atrapaban. Pero lo que más llamaba la atención eran los diseños florales que resaltaban en sus brazos tatuados. Tenían vida las finas enredaderas con lirios y rosas trazadas desde los hombros hasta las palmas de sus manos. Imponía y atraía.

-Hola, Marie.

-Hola, Elías. ¿Puedo acompañarlos? ¿Puedo pasear a Feria?

-Sí, claro.

Le cedí la correa. Caminamos por calles cercanas a la casa. Platicó que vino a México de vacaciones junto a tres amigas. Se hospedaban en un departamento de una residencial contigua a la zona de bares. Al pasar frente a un Oxxo me propuso comprar algo para beber conmigo.

-¿Por qué confías en un extraño?

-El mesero me habló bien de ti.

Uno de los meseros que la atendió en el bar le comentó que era periodista y trabajaba en un medio audiovisual local como reportero de entretenimiento. Le mostró videos del canal en el cual hacía coberturas musicales y sociales.

Instalados en casa, después de haber comprado una botella de whisky Johnny Walker etiqueta negra, puso música. Sonó una playlist con canciones de Adele, Beyoncé, Michael Bublé, entre otros intérpretes más. Nos sentamos en el sofá propiedad de Feria, que no se separaba de Marie, y Marie no dejaba de abrazar a la perra.

-Será una noche larga, Elías.

-Lo sé. ¿Te parece bien que comencemos por saber qué te causa tanto aprecio por Feria?

-Oui.

Me besó.

-Gracias.

-¿Por?

-Por ser distinto.

Pausó la música para mostrarme fotos y videos en su celular. Eran imágenes de un hombre cuarentón jugando y divirtiéndose en compañía de un perro labrador negro, idéntica raza de Feria. Dándole un sorbo brusco y directo a su trago, Marie externó un “uf” previo a llorar de nuevo.

-Era mi hermano.

Amor, culpa, remordimiento, coraje. Todo eso y más contenían sus lágrimas. Por cuestiones tan humanas como las rupturas familiares propiciadas por diferencias en ideologías, credos y desavenencias con tradiciones, la fractura del vínculo afectivo con el motivo de su llanto no pudo remediarse. Un trágico accidente se interpuso en esa posibilidad. Marie estaba lejos cuando eso sucedió y la enteraron demasiado tarde. Los labradores negros significaban una conexión con su hermano y Botin, el perro que conoció siendo un cachorrito pero al que dejó de ver cuando las distancias interfirieron en sus destinos.

Conversamos hasta que se acabó el whisky y Feria cayó en su fabuloso concierto de ronquidos recostada en el vientre de nuestra visita.

Tuvo razón Marie al decir que la noche iba a ser larga. Mi perra fue testigo: amaneció acostada junto a los dos. Las enredaderas floridas de Marie abrazaban a Feria, y a las enredaderas las abracé yo.

-Qué bueno que Feria no es celosa.

-Me has ayudado a descubrirlo.

Para Marie, Feria era la madurez materializada de Botin, un animal cuyo crecimiento observó a través de las imágenes que le compartían sus padres. Para mí, los relatos que me contó del cachorro fueron la construcción imaginaria de un pasado noble para Feria.

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Written by Elías Leonardo Salazar

Me gusta vivir. Disfruto de cazar y sentir historias para contarlas.

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