El último sueño de Lupita, mi abuela cinéfila
Mi abuela Lupita falleció el 13 de junio a los 95 años. Murió dormida, tranquila. Estuve a su lado cuando partió mientras viajaba por el lugar donde más feliz fue, los sueños. Le gustaba soñar porque en sus historias huía de su más grande temor, morir. Soñaba para vivir. En los brazos de Morfeo encontró fuga y consuelo para esquivar el avasallante pensamiento sobre la muerte que le acompañó desde que era pequeña.
“El día que me muera, ojalá que me agarre durmiendo. No quiero darme cuenta que me morí, no quiero sufrir”. Tanto lo decretó a lo largo de su vida que la muerte fue piadosa y solidaria para llevársela en un sueño. ¿Qué historia habrá soñado como para despedirse con un semblante de calma en un rostro que resistió los embates de casi un siglo? Además de recuerdos, me hereda ese misterio para que lo interprete, tal como se interpretan los finales en el cine.
Fue precisamente el cine un conducto de convivencia e interacción que forjamos en la cocina y comedor de su casa, rincones que fungieron como nuestras salas cinematográficas para devorar en su inseparable televisor toda la filmografía nacional que nos proporcionó la televisión abierta. Aparte de ser familia, fuimos amigos. Preparábamos palomitas caseras o comprábamos bolsas de chicharrones bañados en salsa Valentina para sentarnos a ver películas que después platicábamos. Fueron charlas que propiciaron otro acercamiento valioso: la confianza que encontré en su persona para compartirle los sentires que no le externaba a mis papás, o que me demoraba en decírselos. Por ejemplo, los enamoramientos. Me ponía canciones de Javier Solís para que prestara atención a las letras y me diera una idea para hablarle bonito a la chica que me ponía nervioso.
Las películas representaron todavía algo más entrañable para su causa, y eso fue la oportunidad de quitarse de encima el lastre de la vergüenza que sintió durante muchos años debido a su analfabetismo. Le daba pena no saber leer ni escribir, específicamente frente a sus nietos, niños que lo aprendimos a temprana edad. Su mortificación se debió a la impotencia por no poder ayudarnos con las tareas y al pánico que le daba contemplar que algún día la fuéramos a rechazar por ese motivo, lo cual nunca iba a suceder. “Tu abuelita no es diferente, simplemente desarrolló otras cualidades porque no tuvo la posibilidad que tú sí tienes de estudiar. Lo que importa son sus cosas buenas, en eso debes fijarte”, me conminaba su yerno, mi papá.
No sé cómo hayan sido sus códigos con el resto de mis primos, pues con cada uno tuvo un lenguaje para comunicarse y quererse, pero conmigo uno de varios fue el placer de consumir cine mexicano. No habrá sabido cómo se escribía su nombre, sin embargo sí supo nombres de actores, actrices, personajes y títulos de filmes. Memorizaba también diálogos, escenas y frases de ficciones que incluso le disgustaban. “Qué horror, ya viene con su mentado ‘nunca me hagan eso’”, expresaba cuando el Canal 9 transmitía Pura vida o Una movida chueca con Clavillazo, un comediante que le resultó insoportable.
Se perdía en las películas para reír, sufrir y cuestionarse a sí misma. Viento negro la orilló a reflexionar sobre distintos temas en reiteradas ocasiones que la vimos. En tanto que a mí me atrapaba la introducción con David Reynoso amenazando al desierto para partirlo en dos, mi abuela se preguntaba por qué ‘el Mayor’ no hacía un esfuerzo mayúsculo por buscar a su hijo Jorge, o por qué Eulalio fue el elegido del fatídico destino para perder los dedos en la construcción de las vías del tren.
Igualmente la pantalla fue una aproximación a su realidad. Sus secretos, íntimas heridas o alegrías reprimidas, se exteriorizaron con actores como Eulalio González ‘Piporro’. Se delataba frente a él. Sus ojitos eran absorbidos por la figura del simpático norteño al grado de quedarse estoica. “Abue, te gusta ese señor, ¿verdad?”, le pregunté en una ocasión por la novedad que me causó observarla al borde del suspiro. “No él, sino el hombre al que me recuerda”, respondió. Fue entonces que supe quién y cómo fue mi abuelo paterno, un tipo que la abandonó con hijos de por medio. Le guardaba rencor pero también amor. Sujetándose del resentimiento y la melancolía, jamás lo olvidó; Piporro contribuyó a que así fuera. Mi abuelo era apuesto como Eulalio González, estirpe de galanura que predominó en la genética de mi tío Francisco.
Nadie mejor que Cantinflas para olvidar sus tristezas. Si bien se carcajeaba con los trabajos que hizo durante el período a color, no terminaron por convencerla. Sus favoritos fueron los que realizó en la etapa de blanco y negro. “Era más chistoso”, concluyó una tarde en que nos pusimos a discutir sobre cuál Mario Moreno nos parecía más divertido. Rezó por su alma cuando Abraham Zabludovsky interrumpió la programación del Canal 2 para dar la noticia de su deceso. ¡Hasta le compró veladoras a su Cantinflitas!
También se alteraba. Alguien que la sacó de quicio fue Cruz Treviño, personaje interpretado por Fernando Soler en La oveja negra. “Ay, maldito viejo” fue una expresión común que le escuché gritar cuando lo topábamos en la tele. Puedo asegurar que lo aborrecía. “¿Sí hay señores así, abue?”. Recordaba con coraje y repulsión a los hombres de campo que conoció en Guanajuato, su estado natal, antes de migrar al antiguo Distrito Federal.
Su migración fue asunto de una mayor profundización respecto a su pasado que me orientó a valorarla aún más y a reafirmar la admiración que guardo hacia mi madre. Fue María Isabel el filme que nos empujó a ahondar en los pasajes de antaño que le dolían. Noté que se incomodaba con el desenlace que muestra a Rosa Isela yéndose con su abuelo, don Félix Pereira, porque está harta de ser “la hija de una criada”.
Un día que transmitieron la película de Cri Cri, protagonizada por Ignacio López Tarso en el rol de Francisco Gabilondo Soler, se me ocurrió pedirle que me diera la muñequita de grandes ojos color de mar para preguntarle a qué jugaba con mi mamá, esto en alusión al verso de la canción El ropero. Se puso a llorar. Mi reacción inmediata para consolarla fue abrazarla.
Sincerándose, contó con el corazón en la mano acerca del dolor acumulado en su pecho por no haber sido una madre amorosa con mi mamá, a quien le tocó trabajar desde niña como empleada doméstica. Se vieron obligadas a sobrevivir cuando dejaron León para venir a la ciudad en busca de un panorama contrario al de la miseria que vivieron en su lugar de origen y que incluso se prolongó en la urbe. Mi madre no tuvo infancia. En vez de muñecas y juegos tuvo mandiles para vestir y quehaceres por cumplir. Su niñez transcurrió entre escobas, jergas, cubetas, ropa sucia, trastes sucios y una serie de labores que la hicieron adulta siendo una menor de edad.
Por eso mi abuela no podía con María Isabel, menos con Rosa Isela. “A mi hija la privé de todo, no me lo perdono. Por eso la amo tanto ahora y por eso te quiero muchísimo, mi niño”. No obstante se aguantaba a verla completa nomás por mí, para no interrumpir el ritual cinéfilo que establecimos como un acto de comunión que fue transformándose en una continua exploración de su vida. Gracias a Silvia Pinal vencimos un avergonzamiento más en la losa de sus penares para convertirlo en el reconocimiento de mis raíces que no niego ni reniego.
Así como Totó se ofrenda en su calidad de espectador a la pantalla grande en Cinema Paradiso, mi viejita lo hacía con Un rincón cerca del cielo frente a su televisor. Guardó profundo cariño a ese filme por ser el que influyó de manera determinante en su acercamiento al cine no solamente como refugio y entretenimiento, sino también como una alternativa para sanar. Por muy desgarrador que sea el drama, se trató de una inesperada solución para apagar los fuegos que consumían su interior por las culpas de haber perdido tres hijos debido a la extrema pobreza que la colocó en posición de hambre. Una de esas criaturas pereció en manos de mi madre siendo muy chiquita. A partir de sentirse representada por Pedro Infante y Marga López, se sujetó al séptimo arte mexicano para sofocar sus incendios; los duros melodramas ficticios fueron espejos de sus tormentos pero también sus remedios.
Fue mujer de silencios con temas específicos. Enmudecía o se hacía la ocupada al no encontrar palabras para explicarme qué había pasado con el abuso perpetrado por Rojo Grau a Meche Carreño en La inocente, título que transmitían a la hora de la comida en Canal 9. Una situación similar ocurrió con Miércoles de ceniza y el crimen del que es víctima María Félix a manos de un cura. A mi papá se le ponía colorada la cara cuando acudía a él para indagar una razón que me sacara de dudas luego de haber visto esas historias que me parecieron perturbadoras. “¡Ponte a ver caricaturas!”, me ordenaba. Eso era imposible estando con mi abuela. Podía sacrificar sin problemas los dibujos animados porque a ambos nos atrapaban los personajes de carne y hueso, incluso aquellos que nos provocaron pesadillas.
Crecí teniéndole miedo a Satán, la gigantesca momia que resucita para vengarse de El Santo en Las momias de Guanajuato, y a La Llorona personificada por Kiki Herrera Calles en Santo y Mantequilla Nápoles en la venganza de La Llorona. Sabedora de ello, mi viejita se dejaba llevar por su lado travieso para apagar las luces de la casa e indicarme que le diera de comer a su perro Helios, un can que dormía en el patio. Entraba en pánico negándome a hacerlo porque daba por sentado que Satán o doña Eugenia Esparza estaban esperándome afuera para matarme de un susto.
Pero eso no era nada a comparación del terror que a los dos nos aprisionó con El escapulario y El libro de piedra. La larga calle que separaba a su vivienda de la panadería era un reto de transitar en cuanto oscurecía. Un río separaba las cuadras, así que asumimos, como consecuencia de nuestra sugestión, que Hugo se nos iba a aparecer. Al cruzar por el costado de un terreno baldío acelerábamos el paso por imaginar que en su interior estaba el espectro de Ofelia Guilmain suplicando por confesarse.
Su cinefilia patriótica cobró una dimensión fantástica con Ratas de la ciudad. Valentín Trujillo fue adoptado por nosotros como un santo patrono de lo maravilloso tras haberla incluido de extra en lo que mi abuela calificó “la escena fundamental”. Y sí, lo es. Se trata de la secuencia en que Patachín se marcha del hospital con la pierna enyesada creyendo que su papá no volverá por él; el padre está encarcelado por golpear al judicial que atropelló al niño. Allí se define el futuro de los protagonistas en una metrópoli que dota de sentido al título.
La secuencia se filmó en una clínica de la colonia Roma a la que acudía mi madre con su ginecólogo. Mi hermana estaba recién nacida, por lo que mi viejita acompañó a mi mamá para apoyarla en cargar a la bebé. A ninguna persona presente en la sala de espera se le notificó que habían sido colocadas cámaras ocultas detrás de las oficinas colindantes a la entrada del edificio.
Mi abuela se alarmó en cuanto vio al niño con la pierna enyesada abandonando la clínica sin la compañía de un adulto. Fue a buscar a la responsable de ventanilla para notificarle. Dicha responsable era la actriz Angélica Chaín, sin embargo no logró identificarla a primera vista porque estaba caracterizada como enfermera. Allí, la actriz le explicó que se filmaba una película de Valentín Trujillo, actor y director que le prometió a mi abuela dejar en la edición final la escena con su reacción natural de asombro por la huida de Patachín.
Hombre de palabra, Trujillo cumplió. Mi viejita aparece en Ratas de la ciudad mirando con preocupación al niño lastimado fugándose del sanatorio. Fueron más de 30 años sin cansarme de escuchar esa anécdota. Mejor aún, me encantó atestiguar por tres décadas cómo se emocionó al verse en pantalla. “La hago de vieja chismosa”, bromeaba cuando jugué a entrevistarla acerca de su actuación. “Me salió natural porque para ser chismoso hay que serlo, no parecerlo”, remataba entre risas para presumir su método. Esa escena, hoy día, es un obsequio que funciona como prueba fehaciente de la inmortalidad.
Fue Por mis pistolas el último filme que vimos juntos antes de que su vista comenzara a cansarse. Mi mente me traslada al instante en que se carcajeó con Cantinflas cuando éste carga piedras chiquitas para armar una barricada. Quise contemplar a mi viejita, me concentré en ese ejercicio. Siendo ya un hombre adulto, atendí la noble paciencia de apreciar cómo se extraviaba en el cine. Conservó la dicha de sorprenderse al redescubrir historias, actores, actrices y personajes. Por más que hubiera visto una película en repetidas veces y se la supiera de principio a fin, ella preservó la grandiosa virtud de entregarse a las obras cinematográficas como si fuera la primera vez. Una película nunca era la misma ante sus ojos, siempre evolucionaba.
¿Leer? ¿Escribir? No fue necesario. Como nieto conocí a una mujer inteligente que halló en las películas una herramienta para salvarse, confrontarse, comunicarse, protegerse y dar pasos hacia adelante aunque a veces no se diera cuenta de sus extraordinarios avances. De sus labios no oí descripciones como “aburrida”, “mala” o “buena” para calificar lo que veía. Sus apreciaciones fueron diálogos emanados desde sus sensaciones, emociones y sentimientos. Donde en apariencia no existía ápice alguno para el nacimiento de una conversación, ella detectaba universos para dar rienda suelta a la exploración humana.
Murió regalándome la posibilidad de crear infinitas interpretaciones sobre su último sueño. ¿Qué habrá soñado para derrochar serenidad en su adiós? Es momento de empezar a descifrar su amable despedida.