El día que le fallamos al Teresa, o el Teresa nos falló

Elías Leonardo Salazar
5 min readNov 25, 2019

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Foto: Elías Leonardo

Era 1999.

El disco duro de su enorme computadora IBM se había descompuesto. Le recomendaron ir a Plaza Meave con un “especialista” para que le dejara como nueva la máquina a un precio no tan caro. Fue entonces que Félix nos pidió a Michell, Jorge y a mí que lo acompañáramos. No quería ir solo por aquello de la desconfianza a mañas desconocidas en territorio del que se hablaban puras cosas malas. Así que fuimos.

Después de dejar la IBM para su reparación, nos pusimos a caminar por el Eje Central Lázaro Cárdenas. En vez de emprender la marcha hacia Bellas Artes, lo hicimos con destino al lado opuesto porque Michell dijo que olía a tacos y tenía hambre. Por complacerlo deambulamos hasta detenernos en un puestito callejero cuyo sello distintivo era la salsa roja con que bañaban a los de suadero y cabeza de res adobada.

-¡Miren! Vamos, todavía tenemos tiempo-, pronunció Michell apuntando con el dedo índice hacia la marquesina del Cine Teresa.

Jorge se opuso inmediatamente a la idea por la sencilla razón de que tenía 15 años, edad insuficiente para acceder al recinto mexicano por excelencia del cine porno. Félix lo secundó con el argumento de que el resto teníamos 17 y nos iban a impedir la entrada por no ser adultos. “Hagamos el intento”, dije en respaldo a la propuesta de Michell.

Decidimos ir.

Con Jorge quejándose de que eso estaba mal y con Félix nervioso por la expectativa de ver películas pornográficas, Michell y yo pagamos cuatro boletos en taquilla. No nos pidieron mostrar ninguna credencial oficial que comprobara mayoría de edad alguna. Tampoco en la puerta requirieron de algún documento que pusiera en entredicho nuestros rostros infantiles y adolescentes cubiertos de espinillas y bigotes que parecían púas mal cortadas.

Ingresamos como si nada. El filme en exhibición era Las aventuras calientes de Caperucita, o un título similar. Era la función matutina y de mediodía de la cartelera, ya que en el turno vespertino se proyectaba Torero, estocadas profundas.

Michell y Félix se sentaron a la brevedad para no despegar la vista de la pantalla, cuya primera imagen los atrapó rápidamente: una rubia desnuda recargada en un árbol mientras era penetrada por un tipo con máscara de lobo. A eso se sumó el gemido femenino que retumbaba un poco distorsionado en la sala por culpa de su deficiente sonido. Estaban impávidos.

En cambio, Jorge y yo tomamos asiento sin prestar atención a la película. Con cautela, por no aceptar que con cierto temor, volteábamos a todos los rincones para observar lo que allí adentro sucedía. Eso se debió porque a nuestras espaldas escuchamos jadeos masculinos surgidos por excitaciones mutuas entre dos hombres tocándose sus cuerpos.

Filas más atrás, un hombre de la tercera edad emanaba ruidos con gárgaras cuando acariciaba el vientre de una mujer adulta con frondosa cabellera rizada que tenía sentada en sus piernas y a la que depositaba billetes en el escote.

Tales estampas en la oscuridad fueron apenas preámbulo de lo que realmente albergaban en su interior las paredes del Cine Teresa. Por ejemplo, pudimos comprobar que corrían ratas (sí, roedores) entre las hileras. Escapaban como víctimas de un gato que las perseguía por las butacas. ¡Ratas y gato!

-¿Qué pasará allí y qué pasará allá? ¿Por qué se juntan?, me preguntó Jorge tras darse cuenta de que en los pasillos, izquierdo y derecho, se aglomeraban grupos de varones que iban de 10 a 20 personas aproximadamente.

-Solamente hay una manera de saberlo, le respondí.

Primero optamos por el pasillo derecho. Vimos que se formaban en semicírculo con la cara hacia la pared. Eran tipos jóvenes y adultos; oficinistas, choferes de microbús, tianguistas, estudiantes, travestis. Llevaban a cabo una especie de ritual en que se bajaban las braguetas de sus pantalones y recurrían a la masturbación colectiva. Así procedían hasta que un vigilante del cine los dispersaba cada diez minutos alumbrándolos con una lámpara. Pero regresaban a la acción en cuanto se iba el de seguridad, quien seguramente tenía noción de lo que ocurría ahí.

Impactado, aterrado, Jorge fue hacia Michell y Félix para pedirles que nos fuéramos lo más pronto posible. Susurrándoles lo que había visto, lo ignoraron. Ellos estaban estupefactos con las secuencias de sexo protagonizadas por la rubia en un bosque.

Entonces visitamos el pasillo izquierdo. Y es que Jorge, por muy espantado que estuviera, no se iba a quedar con la inquietud.

Notamos que chicos afeminados o viriles con físicos bien trabajados en gimnasio, de aproximadamente 20 años de edad, se recargaban en la pared dándole la espalda a varios hombres que los examinaban de pies a cabeza, mayor aún el trasero. Era una pasarela para ofrecer y contratar servicios sexuales; los clientes mostraban las nalgas al aire y los contratistas cerraban el trato rozándole el hombro al muchacho de su agrado. Quienes sellaban un acuerdo, abandonaban juntos la sala.

-¡Vámonos de aquí! Pasa esto…, le exigí con brusquedad a Michell y Félix luego de narrarles en voz baja lo que habíamos descubierto Jorge y yo.

Accedieron, comprendieron.

Antes de salir, Jorge quiso pasar al baño para echarse agua en el rostro. Le hice segunda. Estábamos anonadados. Adentro, un chaval de acaso 19 años vendía condones con discreción. “Hay que cuidarse”, nos expresó. Supimos el valor de la advertencia en sus palabras en cuanto un chico cruzó la puerta tomado de la mano con un señor que bien pudo ser su abuelo y se encerraron en uno de los apartados vacíos del sanitario para...

Huimos.

Afuera, en la calle, sobre Eje Central Lázaro Cárdenas, Michell y Félix nos suplicaban que explicáramos con lujo de detalle todo lo que habíamos visto. Vociferamos lo que absorbieron nuestros ojos.

Y todo por culpa de una enorme computadora IBM que arreglaron para que funcionara únicamente unos pocos días más. Ah, porque le robaron más piezas de lo que realmente le cambiaron.

Ni hablar, aprendimos que el cine porno y sus películas en la mítica pantalla grande del Teresa no se hicieron para todos. Al menos no para los curiosos que le fallamos al género de tramas sin ropa por estar pendientes de la realidad en lo que alguna vez fueron sus templos.

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Written by Elías Leonardo Salazar

Me gusta vivir. Disfruto de cazar y sentir historias para contarlas.

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