El juicio y la sentencia de Arnulfo García
El juicio
El éxito es efímero, dura un instante. No es para todos. Depende de cómo se labre y conciba la gloria.
La reflexión anterior no ha dejado conciliar el sueño a Arnulfo García, viejo delantero que quebraba cinturas y perforaba redes enemigas con su cañón letal. Se recuerda a sí mismo como un futbolista idolatrado, repleto de títulos y honores, sin embargo, apelando a la autocrítica que surge del arrepentimiento, también se repasa como un hombre fallido que le dio la espalda a la vida.
Hizo de la cancha su mundo. Fuera del rectángulo verde nada le era importante. Perdió a su esposa y dos hijos en dos ocasiones. La primera fue porque fiestas, alcohol, prostitutas y una que otra droga se cruzaron en el camino. Le daban más felicidad que una esposa abnegada y un par de escuincles chillones a los cuales no les tenía paciencia. La segunda fue porque la camioneta en que viajaban la mujer y los dos niños se patinó sobre la carretera y no dejó sobrevivientes. Arnulfo se salvó gracias a que los había abandonado un mes antes. No le dio tiempo al luto, se escudó en la parranda para no sentir.
Confrontándose con la memoria, se reprocha por haber cobrado fotografías y autógrafos a los aficionados. También se juzga por haber pagado grandes cantidades de dinero a varios periodistas para que hablaran bien de él. Hoy no existe para ningún medio de comunicación. Ahora, en su vejez y soledad, procura asimilar el retiro del futbol, mismo que tuvo lugar hace 25 años. Arnulfo se sabe sin nadie y sin nada. Además de someterse a un juicio propio, el hombre quisiera formar parte de algo, de alguien. No lo dice, pero en el fondo lo quiere. Antes de dictarse sentencia, García cree necesitar un perdón.
Hambriento, decide ir al pequeño supermercado que está cerca de la casa. Le disgusta comer en puestos callejeros y guisar. Tampoco tiene dinero para pagar una comida digna en un restaurante. La mejor solución es comprar unos burritos que la cajera calienta en el microondas. Mientras elige entre unos de frijoles o de mole, un hombre se acerca a García y con una pistola le apunta por la espalda.
-Tranquilo. Estuve esperando a que saliera de su casa para toparlo. Si le apunto es porque le tengo mucho coraje, pero vine a pedirle que me acompañe.
Sin burritos, Arnulfo sale del lugar en compañía del hombre. Suben a un vehículo y emprenden la marcha. “Creo que merezco preguntar qué pasa”, exclama García.
-Vamos a casa. Vamos con su esposa.
Desconcertado, Arnulfo se siente víctima de un loco, de un desquiciado que nada bueno tiene pensado. No grita, no reclama. El asombro ha sido tal que se ve imposibilitado de encontrar una manera de expresar su incredulidad.
Total, llegan a la casa del hombre. García entra por gusto propio, está intrigado. Una ligera adrenalina se apodera de él y quiere saber para qué fue llevado a ese sitio.
-Mamá, ya llegué. ¡Mira quién vino! ¡Papá regresó!
Arnulfo voltea hacia el hombre pensando seriamente que está en manos de un psicópata.
-Tampoco me vea así. Mire, si lo traje es porque necesito de usted. Aunque no lo crea, me hará un gran favor y requiero de toda su ayuda. Se lo pido como un viejo fan que soy.
Una anciana de 75 años aparece frente a ellos. Encorvada, con andadera y una cabellera lacia, larga y bien cuidada, la mujer se acerca a García. Lo observa minuciosamente. Le acaricia una mejilla y le toma la mano: “Volviste, Arnulfo, volviste”. Sin pensarlo, por impulso, Arnulfo la abraza: “Volví, volví”. Con una sonrisa indescriptible, la anciana regresa a su recámara no sin antes decirle a su hijo “qué bueno que encontraste a tu padre”. Una vez que la anciana se duerme, el hombre le explica a García lo que está sucediendo.
-Usted fue mi ídolo de niño. Alguna vez me cobró por un autógrafo. Mi mamá siempre decía que lamentaba mucho que usted no fuera mi papá porque era un hombre guapo y varonil. Decía que usted sería un gran ejemplo para mí. Ya sabe cómo son las mamás.
Mi mamá comenzó a perder la razón hace algunos años. Hay cosas que no recuerda, inventa otras y algunas apenas logra identificar. Entre sus alucinaciones ha creído que en verdad usted se casó con ella y que es mi padre. Durante los últimos meses ha insistido en que lo buscara, porque quería volver a ver al amor de su vida. Ya ve, aquí nos tiene.
Y García se dictó sentencia. Mientras aquella anciana estuviera viva, él sería su esposo. A cambio, y en silencio, Arnulfo suplicaba a esa mujer que le heredara la demencia para no tener que pasar el resto de sus días soportando la abrumadora realidad de la soledad: despreciándose.