El placer de ver películas en una sala vacía

Elías Leonardo Salazar
8 min readNov 6, 2024

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Una sala vacía. Foto: Elías Leonardo

Fui a ver Colateral (Michael Mann, 2004) con Jorge, uno de mis mejores amigos. Teníamos 22 años. Cuatro chicos no mayores de 18 se sentaron en la fila de abajo. Desde que ingresaron a la sala estuvieron molestándose entre ellos propinándose zapes, gritándose groserías y aventándose palomitas. Continuaron haciéndolo en sus butacas durante los comerciales y avances de próximos estrenos. Hicieron lo suficiente para ponernos de malas.

Toda vez que inició la película, siguieron en la misma tónica. Fastidiado de nuestros vecinos, Jorge se incorporó de su asiento para tomar con fuerza a uno del cuello y susurrarle con la quijada apretada que si no se calmaban les íbamos a partir la cara. No me quedó de otra que secundarlo, así que me levanté para mostrar mi 1.85 de estatura, 95 kilos de peso y mi puño derecho estrellándose contra la palma abierta de mi mano izquierda, señal de que los madrazos iban a estar tupidos. De inmediato fueron a acusarnos diciéndole al supervisor de Cinemex Plaza Cuicuilco que queríamos golpearlos sin motivo alguno. Otros espectadores abogaron por nosotros y señalaron los comportamientos molestos de los chavos. Terminaron sacándolos ante las quejas en su contra luego de una discusión entre dimes y diretes.

Pero la película no se detuvo a pesar del mitote. Transcurrieron 20 minutos en lo que se fueron. No se accedió a nuestra petición de regresar el filme al principio, argumentaron que debían cumplir con los horarios establecidos por tratarse de un estreno con programación bien definida. Encabronados por la situación, Jorge y yo también nos salimos. Simple y sencillamente no se podía disfrutar de una historia sin saber de qué se trataba. Desde entonces prometí que eso no me iba a pasar de nuevo. Comencé así con la costumbre de ir al cine en sus primeras o últimas funciones. Y si es solo, mucho mejor. Claro, en etapas con pareja eso se dialoga con la dama en turno, no obstante se le hace hincapié en lo necesario de evitar salas aglomeradas con la finalidad de no padecer molestias e incomodidades.

“Eres un mamón”. “¡Qué pedante!”. “Pinche payaso”. En 20 años he escuchado todo tipo de críticas hacia la elección de establecer una rutina personal que consiste en asistir sin compañía al cine, o hacerlo en horarios de poca afluencia cuando se está enamorado. No soy el único. He descubierto que son varias las personas que hacen lo mismo, incluso cada vez son más las que ponen en práctica esa dinámica para consentir su cinefilia o para satisfacer lo que conciben como experiencia cinematográfica.

Como no todo es posible en esta vida, por supuesto que he cedido a sentarme en una sala repleta, tal como sucede en festivales. Recientemente lo hice durante la retrospectiva de Akira Kurosawa en la Cineteca Nacional, o en la exhibición de María Candelaria (Emilio Fernández, 1943) en el Centro Cultural Universitario. Asimismo, en complejos comerciales, lo he hecho con títulos como Robot salvaje (Chris Sanders, 2024). Contrario a lo que ocurre con quienes se intoleran con los niños, no padezco ese inconveniente, pues entiendo que son eso, niños. Lo que desespera es tener que convivir con adultos incapaces de comprender que el respeto al derecho ajeno es la paz.

Por ejemplo, fue terrible ver Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski, 2022). Me tocó una sala a reventar en sábado al mediodía en Cinépolis Perisur; fans de Top Gun se pusieron de acuerdo para reunirse justo en esa función. En cuanto apareció Tom Cruise en pantalla, todo se fue al carajo: hombres y mujeres mayores de 50 años empezaron a gritar, aplaudir y hablar. En cada escena de Cruise vitorearon a su ídolo como si estuvieran en un concierto de, no sé, ¿Timbiriche? ¿Caifanes? La cosa es que a los 15 minutos aquello era insoportable. Intolerado, poseído por la neurosis del cinéfilo mamador que sí va al cine para concentrarse en la película, me levanté de mi butaca con toda intención de insultar, la verdad. Pero otro señor reaccionó antes de mí. Emputado, lo que se dice emputado, se incorporó de su asiento para exigir con su voz ronca que le bajaran a su desmadre o “aquí va a haber pedo”. Escucharlo fue música para los oídos de una chica que se adhirió a las huestes del don proclamando un furibundo “ni que estuvieron chiquitos, cabrones”.

El lugar se transformó en una romería. Apestaba a intolerancia ese espacio desde cualquier frente. Cabe precisar que vivíamos el período del retorno a los complejos cinematográficos después de la contingencia sanitaria impuesta por la pandemia, por lo que traíamos encima estrés acumulado del encierro obligatorio. Muchos no teníamos ganas de interactuar socialmente. Con “interactuar” se incluye el hecho de no tener que soportar la impertinencia ajena que afectaba la calma del resto. “El cine es para divertirse”, alegó un fan de Cruise. “Pero no como si fuera un estadio, no mames”, reviró el señor en el que me puedo convertir dentro de cinco o diez años, si no es que ya lo soy. Gracias a que una señora fue con el chisme al personal del complejo, un empleado ingresó para demandar compostura o de lo contrario se vería en la obligación de corrernos a los involucrados en el conflicto. Para este momento era uno de ellos por no contenerme al expresar algo como “ya cállate, chingada madre” a un quincuagenario que vociferaba tonterías sobre la generación de cristal para justificar su comportamiento. En este caso sí se detuvo la proyección y se nos propuso a ambas partes reiniciar la película con la condición de verla en orden y en silencio. Lo único que se consiguió fue tensar el ambiente. Nos concentramos más en estar atentos unos de los otros que en ver Top Gun: Maverick. Fue completamente desagradable. Travesura del destino, me volvió a ocurrir con un estreno de Tom Cruise.

El placer de una sala vacía. Foto: Elías Leonardo

Pero eso no para ahí. La pandemia trajo consigo otro problema más para quienes nos dedicamos al periodismo cinematográfico: las funciones de prensa se convirtieron en un carnaval que mezcló a periodistas, críticos y comunicadores con influencers, fans, invitados, colados y creadores de contenido que deambulan en la incertidumbre de sus objetivos. En aquellas que permitían el acceso de celulares -generalmente se solicita apagarlo y guardarlo en una funda que se sella- no faltaron el chistoso que lo encendió para grabar videos hablando maravillas del título en turno aún cuando ni siquiera iba a la mitad, o el gracioso que entraba y salía quejándose de estar aburrido pero se tomaba selfies para presumir que la vio antes de estrenarse. Fue desquiciante. Debido a que ese tipo de asistentes son prioridad para marcas, publirrelacionistas y distribuidoras, unos cuantos profesionales declinamos a asistir a las funciones que supuestamente son de prensa aunque no sea así. Preferible opinar o criticar la obra con veracidad tardía que mentirle con inmediatez al público cuando en realidad no se le está prestando atención a lo que se ve.

Megalópolis (Francis Ford Coppola, 2024) la vi en soledad. Tuve la sala a mi merced. Si bien es algo que he vivido en repetidas ocasiones, ahora lo dimensioné con la felicidad de sentir el goce del espacio vacío. Fue un placer degustar el cuestionado proyecto de un cineasta que aún con altibajos en esta producción nos obsequia lecturas para digerir a fuego lento. La poética imagen de los dedos robándose la luna absorbió con contundencia mis pensamientos, emociones y sensaciones. Me resultó tan poderosa que hasta se espantaron las ganas de orinar que traía en ese instante.

El silencio y la serenidad a mi alrededor empujaron mi inquietud hacia el recuerdo de las clases sabatinas con Alberto Bojórquez en la Sección de Directores Cinematográficos en el 2000. Después de ver Sunrise (F.W. Murnau, 1927), el experimentado director nos habló con pasión sobre ese filme. Era la primera vez que contemplaba en vivo a un realizador que se expresara con alma y amor hacia el cine. Volvió a poner las escenas en las cuales George O’Brien y Janet Gaynor se besan teniendo a la luna de testigo. “El cine llegó para acompañar a la literatura en hacer posible lo imposible: bajarnos la luna y ponerla en nuestras manos para contar historias junto a ella”. Coppola, de alguna u otra manera, trajo de vuelta a Bojórquez, un viejo al que le aprendí mucho. Entendí bien a Alberto, ¡qué poderosa es la imagen cuando te domina!

Tal dominio pudo ser posible no sólo por la pantalla, sino también por la ausencia de espectadores. Es irónica la conclusión, pues siempre se desea que la gente vea cine en el cine, ni qué decir cuando se trata de lo que puede percibirse como un testamento fílmico del genio que nos dio El padrino, La conversación, Apocalipsis ahora, Drácula de Bram Stoker y La ley de las calles. Sin embargo hay quienes asumen, consciente o inconscientemente, que la película es el pretexto para distraerse e importunar a los demás. Por ello es que se valora como un obsequio de la vida encontrarse en una sala vacía para mantener una conexión íntima con la historia que se nos cuenta. Una historia, por cierto, que no es la misma para todos, esto debido a que cada persona la procesa distinto.

Con Alberto Bojórquez. Entre los compañeros estaba Enrique Vázquez, director de FIRMA AQUÍ. Foto: Elías Leonardo

El precio de gozar un filme a solas en el templo oscuro es sacrificar la conversación al terminar la función. Bajo el entendido de que las películas son para dialogarse y discutirse, el ritual cinéfilo se extiende después de los créditos finales hacia la charla para intercambiar puntos de vista, exponer ideas o plantear dudas. Ni modo, debemos abstenernos de ese ejercicio con tal de abrazar la quietud de la exhibición en solitario. Vale la pena pagarlo.

Mirar para un lado, mirar para el otro y no ver a nadie (parafraseando a Rubén Blades con la canción Pedro Navaja) causa incluso excitación en la actualidad. Saberse en soledad es placentero. La única incomodidad tolerable es aquella que emana de la pantalla mediante las historias, los diálogos, las escenas y los personajes que se encargan de mantenernos cautivos. Bueno, salvo por dos excepciones: que se registre un sismo y haya que salir de ahí sí o sí, o que te hable un fantasma que decidió sentarse detrás o al lado de ti y no sepas si huir del miedo o quedarte en estado de shock.

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Written by Elías Leonardo Salazar

Me gusta vivir. Disfruto de cazar y sentir historias para contarlas.

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