Jorge Luke y José Alonso, los maestros detrás de sus cintas negras
En la alcaldía Tlalpan, sobre avenida Insurgentes Sur, a escasos metros de la estación del metrobús La Joya, se ubica un outlet de marcas deportivas y una tienda Interceramic. En ese terreno, hace más de 30 años, había una pequeña plaza llamada Parú. Estaba conformada por negocios de todo tipo: papelería, estética, lavandería, panadería, heladería, pizzería, tintorería. El plus de ese pequeño centro comercial era un Videocentro, lugar de los sueños para cinéfilos sureños capitalinos de la zona que disfrutamos del boom que suscitó dicho videoclub a finales de los ochenta y los primeros dos años de la década noventera, antes de su extinción. Sobresalía también una escuela de karate Shotokan dirigida por el sensei Luis Lau.
Fui su alumno de 1990 a 1992. Llegué al cuarto grado de rango, cinta verde. Accedí a la petición de mi padre para incursionar en las artes marciales con el objetivo de disciplinarme. Le dije que sí porque creí que viviría una historia similar a la de Karate Kid (John G. Avildsen, 1984). Hasta cierto punto sí fue así, aprendí a concentrarme mediante el sufrimiento de repetir rutinas sencillas durante el primer semestre. Lau era estricto, metódico, sabio, pero áspero de trato y nada bonachón. Se parecía más al general Patton que interpreta George C. Scott en Patton (Franklin Schaffner, 1970) que al cándido Pat Morita como el señor Miyagi.
Más que aprender katas y tener combates en el dojo, me gustaba ir a clases porque eventualmente coincidía en horarios como compañero o alumno de dos actores que eran cinta negra, Jorge Luke y José Alonso. Cuando Lau debía atender asuntos administrativos o enfocarse en los grupos de principiantes y alguno de ellos estaba presente, nos dejaba a su cargo. A mis amigos no les sorprendía compartir sesiones a su lado o estar bajo sus órdenes debido a que no tenían idea de quiénes eran. Los veían como dos karatecas más. En contraste, yo los identificaba a la perfección. A mis 8, 9 y 10 años ya los había visto en películas o telenovelas.
A Luke lo tenía plenamente reconocido porque entre los 8 y 10 años vi con mi papá títulos en los que participó, tales como 5,000 dólares de recompensa (Jorge Fons, 1974) y La venganza de un hombre llamado caballo (Irvin Kershner, 1976), westerns que le fascinaban al viejo. Igualmente lo ubicaba por El encuentro de un hombre solo (Sergio Olhovich, 1974), película que solían transmitir con frecuencia por televisión abierta. A escondidas de mis padres lo descubrí en El ansia de matar (Gilberto de Anda, 1987), historia en la cual personifica al villano guerrillero que hace sufrir a uno de los primeros amores platónicos de mi vida, Tere Velázquez.
En tanto, a Alonso lo tenía muy vigente por interpretar a Alfonso, el galán que termina por conquistar a la ingrata de Leticia (Jacqueline Andere) en cuanto recupera la vista en Fallaste corazón (José María Fernández Unsaín, 1970). Es, sin duda, uno de los mejores melodramas del cine mexicano y, a su vez, de los más infravalorados. Para quienes somos feos, nos dejó claro con el personaje de Cuco Sánchez que la decepción y la tristeza serían nuestro destino si llegábamos a enamorarnos de una mujer bella. Asimismo, su imagen estaba fresca por su aparición en producciones televisivas como La casa al final de la calle (1989) y Alcanzar una estrella II (1991), programación que veían mi abuela y mi madre.
Luke era un fiel representante de la personalidad de Lau, igual de rígido. Tenía poca paciencia, le disgustaba reiterar las instrucciones que daba. Sin embargo, era muy simpático. Hablaba como en algunas de sus ficciones. Por ejemplo, usaba el tonito que empleó como ‘el Buitre’ en El hijo de Pedro Navaja (Alfonso Rosas Priego, 1986) cuando reta a Pedro (Guillermo Capetillo) en la pista de baile. Le salían naturales frases como la siguiente: “A ver, ¿no que muy salsas? Ya les dije lo que tienen que hacer, así que tú y tú al frente, órale”. Si hacíamos mal el ejercicio, nos interrumpía sintiéndose el policía de El asesino del metro (José Luis Urquieta, 1991). Con los brazos arriba, manoteando, nos decía: “A ver, a ver, a ver, ¿qué están haciendo? Ese no es el movimiento correcto. Háganlo otra vez”.
El mejor momento era al terminar la clase. En el vestuario, mientras nos cambiábamos todos, aprovechaba para preguntarle sobre cómo se hacían las películas, dónde se filmaban. Amable, platicaba fluido detrás de ese rasgo característico de su expresión facial que no permitía distinguir si abría los labios al hablar o no, como si fuera ventrílocuo. Un rasgo que, además, propiciaba la confusión por pensar que estaba ebrio, pero no, así era su voz. “Nosotros, los actores, contamos mentiras para que ustedes crean que son verdad”, me respondió cuando le pregunté si los balazos eran verdaderos. Mi emoción se prolongaba cuando mi papá iba a recogerme y se ponían a charlar en el vestíbulo acerca de cine. Fue él quien me echó de cabeza con mi viejo cuando le contó que “el niño ya vio El ansia de matar, así que aguas”. Aproveché, como era habitual en aquella época, para hurtar el videocassette y sentarme a ver la película con la mentira de que estaba viendo a Hugo Sánchez con el Real Madrid. Quise verla porque uno de los protagonistas era mi compañero y maestro, el señor Luke.
José Alonso era lo opuesto. Era un hippie vestido de artemarcialista, devoto de la buena onda. Antes de iniciar sesiones, nos ponía a inhalar y exhalar aire para relajar la mente y el cuerpo. Nos pedía cerrar los ojos para imaginar cosas bellas con el propósito de llevar a cabo el entrenamiento sin enojo o sin molestias. Continuábamos con 10 minutos de trote en círculo mientras él nos compartía pensamientos o filosofías acerca de las bondades del karate. Al término de esa dinámica, nos recostábamos sobre el dojo para “sentir la calma” y controlar los impulsos de combate. A varios nos encantaban sus sesiones porque nos permitía descansar de las arduas lecciones con Lau, que no eran pesadas sino rigoristas, y a los niños no nos gustaba precisamente el rigor.
Una tarde, al finalizar una de las clases, los padres de un recién inscrito lo esperaron en el exterior para exigir explicaciones sobre su presencia en la escuela. Estaban asustados. Ni el actor ni los metiches sabíamos a qué se debía la alarma. Se apartaron unos metros para dialogar y no armar una alharaca pública. La tensión desapareció de inmediato y surgieron carcajadas. Resulta que en ese entonces el señor Alonso era una celebridad “polémica” por su aparición en La tarea (Jaime Humberto Hermosillo, 1991), filme que espantó a un sector de espectadores aún sin que la hubieran visto, esto debido a que se hablaba de ese trabajo como pornográfico, inmoral e impúdico. “Perdón por lo que presenciaron, fue un malentendido por una película que hice hace poco y que ustedes todavía no pueden ver”, nos comentó como gesto de atención hacia los más chicos. Quién sabe qué imaginaron los papás de aquel chavito como para pegar el grito en el cielo por alguien que nos hacía amenos los entrenamientos y que, a diferencia de su colega, prefería platicar de libros antes que de cine.
Solamente una vez vi a Luke y Alonso coincidir en el dojo. Fue para ponerse a las órdenes de Lau con una sesión de katas de cintas negras. En la ejecución de sus movimientos, Luke tenía porte violento, de hombre intratable, como si le estuviera partiendo la cara a alguien. Alonso, en cambio, era el vivo retrato de la jovialidad y la armonía, nomás le faltaba bailar. Eran tan disímiles que resultaba imposible visualizarlos juntos en una ficción. Nomás en la vida real era creíble verlos en sincronía dentro de un mismo espacio al mismo tiempo.
Fueron contadas las ocasiones en que pude estar bajo sus lecciones. Por lo general iban antes o después de los horarios establecidos para grupos infantiles y juveniles. Sus respectivas presencias eran inconstantes como consecuencia de sus compromisos laborales. Según IMDB, Luke hizo 24 películas durante ese período, lo cual tiene sentido, porque llegaba a ausentarse por semanas. Alonso vivía un momento de trascendencia con su persona por las telenovelas y el teatro, un tema que le apasionaba. Nos sugería que de grandes leyéramos a Shakespeare, que nos iba a parecer maravilloso. Mi papá fue un lector asiduo de Don Quijote de la Mancha, texto por el que pudo intercambiar opiniones con el señor José.
Jamás se me ocurrió pedirles un autógrafo, pues daba por seguro que los volvería a ver de nuevo para preguntarles cualquier cosa relacionada a sus trabajos. Pero un día ya no quise continuar en el karate, preferí el futbol. Dejé de ir a la escuela Shotokan, un espacio que a la brevedad también cerró sus puertas y no supe más de ellos, ni del sensei Lau. Seguí conociéndolos y explorándolos a través de las películas que fui viendo mientras crecía. Con La guerra santa (Carlos Enrique Taboada, 1979), Luke me ofreció una imagen diferente a la que absorbí de él. Situación similar ocurrió con Alonso y el hallazgo de Naufragio (Jaime Humberto Hermosillo, 1978), historia que borró de golpe el amable recuerdo del hippie karateca que resguardé.
Mirando hacia atrás, ambos me dieron algo más que un papel con su firma. Sin imaginarlo en ese entonces, me abrieron el mundo en torno al ejercicio de la entrevista, labor habitual del oficio periodístico que elegí desempeñar en la adultez. Mis preguntas infantiles fueron atendidas, nunca recibí un desprecio o rechazo de su parte. Atendieron mis inquietudes a su manera; don Jorge siendo escueto y contundente; don José ampliando la respuesta con aportes literarios de libros y autores desconocidos para mí. Fueron, a final de cuentas, dos personajes de carne y hueso que salieron de la pantalla para cruzarse en mi vida e instruirme no sólo en el karate sino también en vencer la pena a preguntar. En aquel instante, por supuesto, no dimensionaba el favor que me estaban haciendo.
Luke falleció en 2012, ya no tuve oportunidad de entrevistarlo como periodista. Con Alonso nunca se sabe, quizá el día menos pensado suceda ese honor. ¿Qué le preguntaría? No lo sé. Y he ahí lo interesante, porque la curiosidad de antaño se nutrió de más sensaciones, informaciones e inquietudes con base en su trayectoria artística y su realidad como individuo, así que se puede iniciar desde cualquier ángulo pero con la naturalidad del asombro.
Qué importante fue saber que las estrellas son terrenales, mortales, pero no por eso dejan de ser lo que son ante nuestros ojos cargados de ingenuidad con relación a las ficciones que devoramos a temprana edad, particularmente con las películas. Han transcurrido más de tres décadas y sigo pensando en Luke como el guerrillero despiadado de El ansia de matar que suplica ser asesinado para cubrir su cobardía, y a Alonso como el tipo afortunado que recibe de manera inmerecida el amor de Jacqueline Andere en Fallaste corazón. ¡Desgraciados!