La ciudad de los hombres adictos al olor a cu#&

Elías Leonardo Salazar
3 min readMar 15, 2020

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Foto: Elías Leonardo

Desde que volví a la Ciudad de México en 2018, hasta la fecha, sufro con una extraña cultura viril adoptada por hombres chilangos que utilizan el metrobús para dirigirse a sus destinos.

Frecuentemente tengo discusiones con otros usuarios porque me atrevo a no formar parte de un inexplicable estilo de vida que muchos llevan para viajar en el transporte público. Alegatos e insultos surgen cada vez que trasgredo lo que también puede catalogarse como una adicción colectiva por el olor a culo.

Sí, así como tal, existe fascinación por el aroma hediondo masculino de nuestros traseros. O eso parece.

Las diferencias salen a flote cuando mi brazo se estira para abrir las ventanas. ¡Siempre están cerradas! No importa si las temperaturas son mayores a 20 grados o el calor se expande en la unidad debido al cúmulo de cuerpos apretados en un pequeño espacio, pero ningún hombre hace el mínimo esfuerzo por siquiera pensar en abrirlas. Y quienes lo hacemos nos enfrentamos a una horda de seres que se sienten agredidos por algo tan básico como ventilarse, ya no digan respirar. Argumentan que “hace frío”.

Prefieren limpiarse el sudor con el saco de su traje o soportar el peso de una chamarra en periodo de canícula antes que calibrar la genial idea de abrir las ventanillas. Quienes van sentados del lado donde impactan con fuerza los rayos del sol prefieren dormirse a expensas de sofocarse y cubrirse la cabeza con cualquier prenda en lugar de apostar por lo más sencillo que es, va de nuevo, abrir las ventanas.

A lo anterior agreguemos que varios no se bañan o son miembros de la tribu de entes que disfrutan de no limpiarse después de hacer del baño (googlear el texto Internet descubrió a los hombres que no se limpian, publicado por Plumas Atómicas). Ni qué decir del servicio de mantenimiento que se le da a las unidades, porque a leguas se detecta con el olfato que no las lavan.

Por ejemplo, mi horario de entrada en la oficina es 8 de la mañana. Media hora antes, es decir medio trayecto rumbo a, el termómetro ha llegado a registrar 25 grados; señores mayores a 50 años y chavos de 17 tienen su rostro inundado de sudor, empapados. ¿Y las ventanas? Cerradas.

Foto: Elías Leonardo

Más allá de la flojera y de confirmar lo imbécil que se puede ser, los hombres en la Ciudad de México, con o sin intención, impusimos de moda el gusto por olernos mal. Da la impresión de que nos excita, de que nos deleita emanar lo fétido que producimos a nivel corpóreo.

Sin embargo, me resisto a ser uno más.

Cargo en mi mochila desodorante de pastilla, desodorante en aerosol, loción. ¡Detesto oler a porquería! Me aplico las sustancias antes de llegar a mi trabajo.

Foto: Elías Leonardo

A diario, porque es cosa de todos los días, esgrimo conductas de cavernícola en cuanto abro una ventanilla. Abuso de mi estatura y peso para mirar con dureza a los inconformes de frente retándolos a que me contradigan.

He aprendido que hombre que huele bien no es bienvenido. Por el contrario, enemigo público es. Vaya, soy una malaria cotidiana debido a que me perfumo y abro las ventanas.

Incluso me he visto obligado a anunciar en voz alta que “les pago el baño luego de la madriza que nos pondremos” tras estirar el brazo para hacer lo que ningún hombre hace en la Ciudad de México: recorrer la ventanilla.

Total, mientras me topen en un metrobús, combatiré la cultura viril de no abrir las ventanas por la enfermiza costumbre de amar el olor a culo. Conmigo no cuenten.

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Written by Elías Leonardo Salazar

Me gusta vivir. Disfruto de cazar y sentir historias para contarlas.

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