La sobrecargo que no sabía fumar
Carga una maleta y un bolso. Viste con el atuendo de sobrecargo que caracteriza a la aerolínea para la que trabaja. Trae el cabello enrollado en chongo. Su rostro con maquillaje corrido evidencia que ha llorado.
— ¿Tienes habitaciones disponibles?
Qué raro. En general lo primero que quiere saber la gente es el costo de la habitación. “Sí, sí hay”. De su bolso saca con nerviosismo un elegante monedero rectangular, le tiemblan las manos.
— ¿Se puede pagar con tarjeta?
No ha cuestionado el precio y tiene premura por pagar para hospedarse lo más pronto posible. “Sí, sí se puede”. Mientras efectúo el cobro, la chica solicita de la manera más atenta que si alguien de la aerolínea llegara a buscarla, o a preguntar por ella, la neguemos.
— Simplemente no quiero ser molestada.
Pagada la noche es instalada en su habitación. Una nueva duda asalta su carácter nervioso.
— ¿Se puede fumar?
“Sí, sí se puede”. Casi 20 minutos después aparece recién bañada en la recepción. Vestida con gorra e indumentaria deportiva, tímida en un tono apenado, pide que le ayude con un “problemita”.
El problemita es que no sabe encender un cigarro, es la primera vez que intenta fumar. Le digo que no me es posible ayudarla porque hace seis meses me retiré como fumador. No deseo volver a sentir el tabaco entre mis labios.
— Perdón.
Sin recurrir a la palabrería de que el cigarro mata, me atrevo a preguntarle por qué lo hace. Inquietud que, por supuesto, está ligada a su conducta. Está intranquila, angustiada.
— Me siento muy mal, no sé cómo manejarlo. He visto que muchos fuman, así que creí que eso serviría.
De forma abrupta e inesperada comparte la pena que ha cargado desde hace varias calles hasta topar con el hotel, un hotel de tres estrellas que ha elegido porque se lo recomendaron en un Oxxo y porque le dijeron que era un gran lugar para estar serena, además de que a ninguna mente se le ocurriría buscarla aquí.
Culpa, remordimiento y un fuerte dolor en el pecho la tienen presa de la mortificación; un capitán de vuelo, según lo que me muestra en su móvil, no cesa de mandarle mensajes por WhatsApp suplicándole discreción para evitarle un conflicto marital. “Por favor, no digas nada”, reza uno de los textos.
— Tengo novio, eso es lo que me atormenta. Dime con qué cara lo voy a ver. ¿Me vas a juzgar?
— No, no soy juez. Aquí lo único cierto es que no sabes encender un cigarro.
— Y no lo haré.
Se sienta frente a la piscina para aguardar el amanecer porque no tiene sueño. Se acompaña de una cajetilla con cigarros intactos. Es la típica noche en que todo ser humano más necesita de dormir a la brevedad, pero menos ganas tiene de hacerlo.
Pide que le cuide el celular guardándolo en el locker de la recepción. Tiene noción de que en cualquier instante puede verse tentada a enviar mensajes de los que puede arrepentirse después, así que opta en desprenderse de él por unas cuantas horas. Quiere permanecer sentada frente a la piscina sin hacer nada más. Quiere estar sola con sus pensamientos.
— Gracias.
Al menos en mi turno, nadie viene a buscarla o a preguntar por su existencia. Y si así fuera, mis compañeros han sido instruidos para responder que no tenemos a ninguna mujer hospedada con las características que le distinguen.
Me despido de ella diciéndole que debo retirarme. Pregunto si se le ofrece algo más. Extiende su brazo izquierdo para entregarme la cajetilla pidiéndome que la tire a la basura: “Si no fumé antes, no lo haré ahorita”.
Hace seis meses hubiera apreciado estos cigarros como si de un tesoro se tratara, pero hoy hago lo que jamás imaginé disfrutar con ellos en mis manos, desperdiciarlos.