Los maullidos, esos amores chiquitos
Sentí un bulto encima del vientre. Desperté.
Era Amazona, Mazo, la gatita de mi hermana que en esa semana había llegado a los 20 años de vida en perfectas condiciones. Días anteriores, dentro de las preguntas ociosas que hice como humano a un animal durante el confinamiento, le cuestioné a la felina cuál era su secreto para ser tan longeva y sana. “Miau”, respondió.
No volvimos a tocar el tema hasta que apareció en mi cama para despertarme. Lento, muy lento caminó por mi cuerpo para recostarse frente a mi rostro. Contrario a su disciplina militar gatuna, que consistía en un festival de maullidos tempraneros para exigir de comer, se dedicó a observarme inmóvil y en silencio.
Después de varios segundos, sin dejar de estar recostada, estiró su patita derecha para ponerla en mi cachete. Tardé en comprender lo que hacía. Fue hasta que noté dos parpadeos cansados de su parte cuando entendí el sentido de su visita. Era el paso del tiempo.
Volví a preguntarle cuál era su secreto de la longevidad. No maulló. Simplemente quiso quedarse un ratito observándome mientras la acariciaba. Comencé a platicarle entonces aquello que recordaba de sus travesuras.
-Fuiste muy rebelde, latosa. ¿Acaso no te acuerdas cómo ibas y le pegabas a mi perra para sacarla de quicio? No te hagas, lo disfrutabas. Te gustaba tanto ver fuera de sí a Frida que molestarla se te hizo un hábito. Lo gozabas, canija. No te mentiré, me daba risa ver cómo escapabas trepándote con facilidad por el librero o escabulléndote entre los muebles a sabiendas de que la otra nunca te iba a alcanzar.
También le dije que la perdonaba por haberme orinado zapatos y ropa cuantas veces quiso en sus primeros años. Por último, acariciándole una de sus orejitas, le agradecí por habernos topado en el camino. “Fue un placer, Mazo, fue un placer”.
Intentó maullar, no pudo. Antes que todo su cuerpecito, lo primero que dejó de funcionar en su travieso ser fue la garganta. Sabedora de su falla, inteligente como fue, Amazona transfirió el maullido hacia un enternecedor movimiento de patita en mi cara. Quiero pensar que fue su manera de revelarme el secreto de la longevidad.
Después de su visita, la última visita, se fue con mi hermana para proseguir con su ritual de despedida. Pero antes de cerrar por siempre los ojitos cansados, sus maullidos de 20 años comenzaron a extrañarse.