Mamá, ¿qué película se te antoja?

Elías Leonardo Salazar
9 min readOct 16, 2023

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Ayudándole a su caminata (Foto: Elías Leonardo)

I.

Sabía que iba a ocurrir tarde o temprano. El mayor temor de mi hermana y mío se materializó: Mamá se cayó en las escaleras del edificio que habita. Afortunadamente, por instinto, se protegió el rostro y el cráneo al caer. Pero lo hizo cubriéndose con el brazo que hoy la tiene inmovilizada por fractura. Pudo ser peor, y eso es lo que me ocupa.

Su caída fue un déjà vu, o así lo interpreto. Además de ser una clara señal del deterioro que evidencia su andar, se trata de un aviso conocido para mí. Lo viví con papá cuando inició su final. Qué ironía, fue justo en el mismo edificio. En aquella ocasión al viejo lo venció el peso de su propio cuerpo que, aprovechándose de la debilidad derivada de un lapso de hospitalización por su enfermedad (diabetes), lo mandó escaleras abajo. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió con mamá, estuve ahí para protegerlo. Quedé con la espalda alta deshecha y la columna baja muy golpeada pero con papá encima de mi pecho salvándose de un golpe que pudo ser terrible para él.

Con mi padre supe que las caídas después de los 70 años son la advertencia del empeoramiento agresivo en nuestros ancianos. Son el pellizco para disfrutarlos antes de extrañarlos para siempre. Es el principio del amor más doloroso respecto a los progenitores, pues se tiene certeza de que cada vez están más cerca del adiós. Y duele porque nadie quien ama a sus seres queridos desea verlos rompiéndose en cámara lenta como si fueran un pan dulce que se deshace en boronas.

El cuerpo de mi madre es una bomba de tiempo que en el interior acumula los estragos de huesos que se deforman y descalcifican conforme ha envejecido. La dinamita que la autodestruye de forma implacable no es la vejez sino las consecuencias de las batallas que libró a lo largo de su vida a costa de exponer el organismo en reiteradas ocasiones. Por ejemplo, cuando acudió con una partera para reacomodar su matriz luego de que se volteara tras el alumbramiento de mi hermano mayor, un niño que nació muerto. Aparte, las cosas como son, es farmacodependiente desde que tengo uso de razón. Es víctima de la paradoja que compete a la ingesta de medicamentos, es decir, el círculo vicioso de curarse para mantenerse enfermo y viceversa.

Mi interpretación del déjà vu mencionado también se extiende a una dinámica que mamá está repitiendo de papá. Ahora que mi hermana y yo nos turnamos para cuidarla, ella quiere ver películas cuando está conmigo. Es algo extraño porque en los últimos cuatro años ha perdido la capacidad de concentración, hecho que le provoca desesperación, por lo que desiste a ofrendarle su tranquilidad a un filme. Igualmente es raro porque me solicita ver títulos que vio con anterioridad, y es que le disgusta repasar cualquier material después de una primera vez. Bueno, ya no.

II.

Mamá lleva a cabo la práctica de una rutina que mi viejo y yo establecimos como código de convivencia en lo que fue el preámbulo de su partida. Nos sentábamos a ver juntos películas de Charles Chaplin, Clint Eastwood, Sergio Leone, Cantinflas e infinidad de westerns dirigidos por Sam Peckinpah, Robert Aldrich y, por supuesto, John Ford. En varias ocasiones repetimos sesiones con El jinete pálido, Por unos dólares más, A la hora señalada, Candilejas y Por mis pistolas. La secuencia que más veces vimos fue la del duelo que sostienen Henry Fonda y Charles Bronson en Érase una vez en el oeste. ¡Los ojos envejecidos de papá se emocionaban y rejuvenecían! Me reconfortaba contemplarlo como un niño estupefacto con los vaqueros. O mejor dicho, me gustaba crearle y ser partícipe de esos instantes que me hacen sentir dichoso por haberlos aprovechado. Es curioso cómo el dolor y la alegría pueden amistarse en el sendero de la fatalidad.

De manera inconsciente, mamá sigue su ejemplo. No es que copie lo que hicimos papá y yo, sin embargo, el destino lo hizo cíclico. En su caso, la motivación es distinta. Sabe que desde niño he sido un cinéfilo que se pierde en las ficciones que veo. Hasta la fecha procuro el placer de entregarme a las historias que narra la pantalla. Ahora lo hago desde mi oficio como periodista. Cuando cubro festivales veo hasta cinco películas por día. Eso le causa curiosidad a mi madre. Por eso me pregunta qué analizo, qué critico, qué observo. Asimismo, cuestiona si no me aburro. “Yo ya no aguanto una película entera, mucho menos cinco”, me dice.

Tras la caída, durante su rehabilitación, aguanta más de una. Todavía mejor, se concentra. Es tolerante consigo misma para no desesperarse. Se enfoca por completo en lo que ve.

Pidiéndome que le prepare un sándwich o su cena, se sienta frente a la pantalla para que juntos veamos una película, o dos. Como si fuera una niña, se emociona por la expectativa de la función de permanencia voluntaria y se olvida de todo lo demás para concentrarse en su sesión de cine. Se congratula por demostrarse que es capaz de revertir por sí sola las afectaciones que aparecieron y arrastra desde que cumplió 70 años.

A sus 74, mientras se recupera de la fractura, las ficciones cinematográficas que vemos acompañados le permiten ser nuevamente la mujer que fue; la mamá que tuve cuando me llevaba a los cines Tlalpan, Villa Olímpica y San Ángel para memorizar nombres, tramas y escenas del sinfín de filmes que veíamos para que después la bombardeara de preguntas con un helado de por medio. Hoy día, poco a poco, sus recuerdos de aquellas matinées se borran de la memoria. O confunde las anécdotas. Según nos comentaron los médicos, eso se debe a que su cerebro presenta un cuadro de arterias calcificadas.

-Mamá, ¿qué película se te antoja?

-La siguiente de James Bond.

Comenzamos la rutina cinéfila con Vive y deja morir, la primera que hizo Roger Moore como el 007. Es un Bond que le cae bien. Puse la película por mero accidente; mi intención era ver John Wick.

Vimos las siete de Moore como el agente secreto. Proseguimos con Su nombre es peligro y Licencia para matar, ambas con Timothy Dalton, un actor que a su consideración fue un 007 brusco, antipático.

Suspiró en cuanto llegamos a Goldeneye y el periodo de Pierce Brosnan como Bond. A pesar del malestar que le causó Otro día para morir por “lo mala que es”, mamá siente que el actor irlandés es simpático, apuesto, elegante. Vaya, el novio que le hubiera gustado tener aunque sea por un ratito. No lo dice, pero me doy cuenta por la manera en que lo miraba quedándose boquiabierta, sobre todo cuando pronunció las mágicas palabras de “My name is Bond, James Bond”.

Continuamos con los títulos protagonizados por Daniel Craig para culminar con los que debimos iniciar, los seis filmes con Sean Connery. Ah, y el que hizo George Lazenby.

-Má, ¿por qué te están gustando tanto las del 007? ¿Por qué quisiste verlas otra vez?

-No tengo la menor idea. Me divierten. Con decirte que anoche soñé que se me caían los paquetes del avión y ya no podía saltar al jeep.

Su nombre es peligro se instaló en sus sueños por tres días. Es la película que más gozó de todas porque es de la que más escenas pudo recordar. De paso, le permitió soñar despierta. Desde hacía mucho no se emocionaba tanto con secuencias de acción como las de ese título. Menos mal que considera antipático a Timothy Dalton, ¿verdad?

Por dos horas y tres días volvió a ser la de antes. Volví a tener a la madre que tuve e incentivó mi cinefilia en la niñez. Los papeles se invirtieron: A la infante en que se convierte cuando aguarda expectante su sándwich para sumergirse en otra aventura de Bond, le devuelvo un poquito de aquellas tardes en el refugio que me permitió descubrir, entiéndase el cine, un lugar seguro que la protege en el resquebrajamiento de su persona.

III.

-Má, hay algo que te quiero decir.

-Ay, suéltalo de una vez.

-Gracias por haberme llevado a ver un chingo de películas.

Se lamenta por no recordar que gracias a ella supe de lo conmovedora que fue la amistad entre un niño y un extraterrestre, o que Clark Kent tuvo buen gusto al enamorarse de Lois Lane interpretada por Margot Kidder, o que era posible viajar en el tiempo a bordo del DeLorean. Tampoco tiene noción de mi sufrimiento y lloriqueo por ver la crueldad ejercida contra King Kong a la par de que Jessica Lange gritaba desesperada para que lo dejaran en paz.

Sus ojitos se ponen cristalinos. Agacha la cabeza en señal de vergüenza.

-¿Qué pasa, má?

-Me da coraje por no acordarme de todo eso.

-No te sientas mal. Podemos volver a verlas.

-Perdóname si sufriste con King Kong. ¡Creí que iba a estar bonita!

Y lo está. El tiempo, depositándonos en el presente de esta situación, me permite considerar como una belleza a esa película. No tanto por la obra sino por la conversación que propicia en estos momentos. ¿Dije conversación? La construcción de una escena que en el futuro significará una sonrisa al hablar de quien me trajo al mundo.

IV.

Sus pies pequeños no se separan uno del otro al avanzar. Eso está mal, debe separarlos. Parece un tierno pingüino asustado que en cada paso parece trompicar solito para caer por voluntad propia.

Hay días que camina con angustia. No es para menos, quedó con miedo después del trancazo que se acomodó. Pero debe superarlo si no quiere repetirlo. Ya se le ha indicado que las piernas tienen que abrirse entre 10 y 20 centímetros cuando esté de pie.

Cada vez que se incorpora para ir al baño y la observo de espaldas, el déjà vu me recorre la piel. Siento cómo se endurecen los brazos en señal de impotencia por no poder hacer más, o quizá es el malestar emanado de la resignación que implica aceptar la deformación del roble que es mi madre. Veo en ella la silueta de mi padre y la transitoria extinción del ser avejentado a través de enfermedades y caídas. “Con cuidado”, suelo repetir impulsado por mi inconsciente. “Sí, no te preocupes”, revira con la voz de una madre que no quiere mortificar a ninguno de sus hijos.

Es el golpe de realidad, la historia que se repite. Pero no todo es tan malo, ni abunda puro melodrama. En gran medida es gracias a ella. Ha tomado de buen humor este trance bajo la comprensión de que por algo y para algo debía caerse.

Habrá de llegar ese instante en que no vuelva a ver a mi madre. Mientras eso sucede, vigilo y acompaño sus pasos tal como lo hice con mi padre, el amor de su vida. Más allá de ser un hijo, su hijo, soy partícipe de convertir la similitud de sus deterioros en el recorrido del amor que se tuvieron en este mundo y continuarán en el siguiente, allá donde ella asegura que mi viejo la espera para tomarla de la mano y ponerse al día con calma porque tendrán tiempo de sobra.

V.

Desconozco cuánto vaya a durar su transición hacia el desenlace. Lo único que contemplo con certeza es que, a pesar del deterioro, forja lo que mañana serán gratos recuerdos.

Las mamás tienen dones especiales para leernos. En mi caso, lo hizo con las películas. Por eso se esfuerza y se acopla para acompañarme en uno de los rincones donde me siento sereno, el cine. Sabe que allí se aminora el dolor y desaparecen las mortificaciones. Lo ha confirmado para sí misma.

-Mamá, ¿qué película se te antoja?

-Pon la de King Kong.

-¡¿Estás segura?!

-Sí.

Quiere reconciliarse con el tiempo y borrar una mortificación. Lo que no sabe es que seré yo quien deba consolarla y abrazarla cuando vea el trato que recibe el enorme gorila. No se acuerda de nada sobre ese filme.

Será un placer para mí. Sé que llorará a mares o tendrá pesadillas, y eso es un regalo considerando que hace no mucho se había desconectado de las emociones que propicia una película debido a las afectaciones que padece desde hace cuatro años.

Sentadita con su sándwich espera la función. Estoy listo para enjugar sus lágrimas.

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Elías Leonardo Salazar
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Written by Elías Leonardo Salazar

Me gusta vivir. Disfruto de cazar y sentir historias para contarlas.

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