Mis días sin alcohol en el refugio que es el cine
Compasión por Stanton en El callejón de las almas perdidas (Guillermo del Toro, 2021) cuando es besado por Lilith inmediatamente después de que ella ha dado un trago de whisky. Envidia por el profesor Martin en Otra ronda (Thomas Vinterberg, 2020) cuando baila feliz en el muelle luego de haber bebido champaña y cerveza. Comprensión por Holappa en Hojas de otoño (Aki Kaurismäki, 2023) al sorber de su anforita. Repulsión por Norma en El maestro jardinero (Paul Schrader, 2022) cuando pierde los estribos tras alterarse con el vino y apunta con la pistola a Narvel.
Tales sentimientos experimento cada vez que presto atención al consumo de alcohol en las películas. Quisiera no tener ese interés por observar casi de manera obsesiva cómo los personajes ingieren sus bebidas embriagantes, pero es un ejercicio intrínseco que se forjó en mi persona a partir de septiembre de 2020, fecha en que tomé la decisión de ponerle fin a mi carrera etílica. Como alcohólico en recuperación, o bien un hombre en estado de sobriedad, según como usted prefiera llamarnos a quienes no consumimos una sola gota de chupe, contemplo el acto de beber desde una posición con experiencia en el tema. Una experiencia, por cierto, nada presumible. Sin embargo, sí es atendible para no negar el pasado y para dimensionar lo que ocurre en la relación del humano con la bebida.
Evito juzgar, procuro comprender. No importa si son seres ficticios los que acuden al alcohol sean cuales sean sus motivos. Me fijo en sus contextos, pienso en sus situaciones. También he notado que en algún momento dado me cuestiono cómo ayudar al personaje con que empatizo o que considero tiene salvación, incluso al que me cae mal pero tiene todas las capacidades para ser funcional en el universo donde se desenvuelve y merece una oportunidad. A veces suplico en mi interior que no arruinen lo bello que tienen, que se salven, tal como narra Alberto en el monólogo que declama en Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019).
Asimismo, las películas han sido confrontativas. Cada individuo vive un proceso diferente, cada uno lucha contra diversas adversidades. En mi caso, y me siento agradecido por ello, no he experimentado para nada la tentación. Desde el primer día que dije “nunca más” hasta el instante en que les comparto este texto, no he tenido la inquietud por echarme un whisky, que fue mi bebida favorita. Pero sí fue difícil mantener la mente ocupada en los primeros meses de mi actitud sobria. Mi refugio fue el cine, es decir, la sala oscura y las historias que exhibe. No obstante, a pesar de protegerme en esa guarida, los vientos pegaron fuerte.
Al término de la función de prensa de El callejón de las almas perdidas hubo una sesión de preguntas y respuestas con Guillermo del Toro vía remota. Vi la película en un trance de incomodidad, no dejó de afectarme la presencia del alcohol en la decadencia de Stanton, así que aproveché para preguntarle al director qué lo llevó a depositar esa compulsión en su protagonista. Igualmente formulé ese cuestionamiento con vergüenza, con toda la pena del mundo por asomar frente al resto de colegas lo que para mí era una batalla en ese entonces, pues había cumplido un año sin beber, período en que arreciaron las culpas y los remordimientos por haber sido un borracho.
Del Toro respondió con la humanidad que le caracteriza, siendo lo fundamental su honestidad para hablar sin tapujos acerca de sus propias adicciones y compulsiones, específicamente la comida. Fue una respuesta larga, profunda. Para algunos compañeros habrá sido material considerable para ampliar sus notas, para mí fue un bálsamo que contribuyó a quitarme de encima la losa del avergonzamiento. Allí supe que mi enfermedad, misma que padece mucha gente, podía comentarse con apertura.
Sin alcohol, por supuesto, la conciencia cambia. O mejor dicho, se descubre su existencia. El trancazo de ese hallazgo vino con Norte (Natalia Bermúdez, 2023), un cortometraje documental que me golpeó de frente con un tema que el adicto ignora estando bajo el influjo de una sustancia y al que teme enfrentar cuando cae en cuenta del daño que causa mientras vive fuera de sí: los estragos con la familia, o con los seres amados. Por primera vez estando sobrio reparé en que lastimé a mi madre y a mi hermana, dos mujeres mortificadas por mi adicción y que no sabían cómo ayudarme. Dolió cerciorarme que sufrían por mí, que no tenían idea de qué hacer para hacerme notar su amor para que yo saliera del hoyo en que caí.
Fue un chingadazo seco que propició la pronta búsqueda de ellas para pedir perdón, para escucharlas. Fue increíble oír que contemplándome en la peor versión de mi, esas dos mujeres que tanto amo creían en una reinvención de mi persona. Tenían fe de que el alcohol desaparecería de mi camino. Justo ahí entendí el amor que siente la directora Natalia Bermúdez por su hermano Rodrigo, protagonista de su corto. La contacté para conversar sobre Norte. Sostuvimos una charla franca con las sensibilidades expuestas, obsequiándome ella una posibilidad impensable dos años atrás cuando vi El callejón de las almas perdidas: aceptar abiertamente y sin pena mi alcoholismo.
La ligereza del alma trae recompensas que también se asoman en las películas. Sin equipaje culpógeno, uno coopera con obras que están sacudiéndonos de forma positiva sin que nos demos cuenta. Al finalizar el documental Fuego interior: Réquiem por Katia y Maurice Kraft (Werner Herzog, 2022), me puse a llorar. No supe qué detonó el llanto a ciencia cierta, pero lo agradecí. Quizá hacía falta quebrarme. Sonreí por la peripecia en que aconteció mi perfil plañidero, esto debido a que tuvo lugar en la Cineteca Nacional y dos jovencitas se conmovieron tanto al verme que se acercaron para decirme algo como lo siguiente: “Señor, no llore, todo va a estar bien”. Fue un gesto enternecedor. Desconocían que en realidad las cosas marchaban de maravilla, por eso mi chilladera.
Volví a llorar meses después con Perfect Days (Wim Wenders, 2023). Permanecí en mi asiento hasta que concluyeron los créditos finales. Salí de la sala enjugando las lágrimas y me dirigí hacia una cafetería colindante a la plaza comercial. ¡No había saboreado tanto un té como aquella tarde! Lo que vi en pantalla fue un paralelismo de la soledad voluntaria y la imposición de esquemas que tracé para mantenerme a flote sin involucrar a nadie en mi adiós al alcohol. Si solo caí, solo iba a salir. Lo asumí como una deuda conmigo mismo. No me fallé en esa elección. La serenidad de Hirayama fue un espejo de mi cotidianidad.
Las series no han estado exentas de esa novedosa codependencia que tengo al observar los nexos del trago con las gargantas en las ficciones. Una de ellas es The Bear (Christopher Storer, 2022). Resulta curioso que sea un contenido que mejor ejemplifica cómo trabaja la mente de un alcohólico en recuperación sin siquiera mostrar una copa o una botella. Lo hace en el episodio 7 de la segunda temporada a través del gerente que instruye a Richie en el orden y limpieza de los cubiertos. Richie le cuestiona el porqué de su obsesión con esa tarea, a lo cual el gerente le responde que requiere que su pensamiento se concentre en esa rutina y disciplina, porque tiene un pasado alcohólico. Y es verdad. Rutinas y disciplinas son vitales durante la transición de una vida con adicciones a una vida sin adicciones.
Bien puedo extenderme más, aquí me detendré. Sólo tengo gratitud hacia la sala oscura y hacia quienes tienen la valentía de hacer películas. No importa si son buenas o malas, si son largometrajes o cortometrajes. Se requiere de aplomo y voluntad para crear esos milagros que nunca se sabe cuándo serán la compañía ideal del espectador en tiempos de flaqueza o reconstrucción. Puede leerse como una romantización de la conexión con la cinematografía, ¡y qué más da! Han sido cuatro años de un romance adulto que me permite precisar con plena seguridad que querer es poder, y para ello hay que transitar un día a la vez, una película a la vez. Mejor aún si Hojas de otoño, Kaurismäki y Haloppa aparecen de repente para enseñarnos en conjunto que el final es el inicio de un sendero que impulsa a continuar sin mirar atrás. Ah, de paso un Norte que nos empuje a recuperar lo que se ama, nunca es tarde.