Norte, un espejo de lo que nos avergüenza hablar
Una de las polémicas actuales con relación al cine documental radica en la crítica hacia la visión ombliguista de directoras y directores para contar sus historias, es decir, trabajos basados en anécdotas familiares o de núcleos muy cercanos. La animadversión hacia este tipo de contenidos implica un reclamo para ampliar el panorama narrativo de situaciones y temas ajenos, así como aproximarse a ellos desde una mirada estrictamente documentalista y no afectiva.
Tótem (Unidad de Montaje Dialéctico, 2022), M20 (Leonor Maldonado, 2023) y La montaña (Diego Enrique Osorno, 2023) son tres documentales mexicanos que han sido bien recibidos por críticos cinematográficos y público porque, entre otras cualidades, rompen con el ombliguismo dentro del género; la violencia en el país, el baile como resistencia contra el narco en Matamoros y el relevo generacional del EZLN explorado desde una travesía marítima, sus respectivos enfoques. En contraparte, títulos como Teorema de tiempo (Andrés Kaiser, 2022) y A través de Tola (Cassandra Casasola, 2023) han destacado por hurgar en el pasado de la línea familiar de sus realizadores. ¿Está mal que se narre desde el ombligo? No. ¿Pueden contarse otras historias fuera de las motivaciones consanguíneas? Sí. ¿Cómo encontrar un equilibrio? ¿Es necesario el equilibrio? Eso lo responderá el devenir conforme veamos cuáles son las inquietudes de documentalistas con base en contextos históricos y socioculturales de su época. Mientras tanto, el interés por mostrar heridas nacionales también pone la lupa en el hogar como un punto de partida. Y no por ello dejan de ser proyectos dignos de atención. Tenemos el caso de Norte (2023), de Natalia Bermúdez.
“¡¿Quién quiere hacer un documental de un güey que está bien?!”, cuestiona y afirma Rodrigo al comienzo de la película. Sus palabras son punzantes. Pese a que existe una fascinación mediática y consumista de seres en deterioro -recientemente los casos del luchador Shocker y el standupero Ricardo O’Farrill pusieron de manifiesto que la desgracia derivada de las adicciones es rentable como espectáculo-, el cine documental tiene la posibilidad de acercarnos a la desdicha del otro desde un ángulo menos morboso y más humano. Claro, hay sus excepciones, como en todo. Una de las fortalezas de este género es la observación de males que nos aquejan, lo cual desprende en una alternativa de denuncia o testimonio. Dichos males no se hallan precisamente en personas que están bien.
Como testigo y partícipe, Natalia centra la cámara en su hermano Rodrigo para mostrarnos los estragos de ingerir estupefacientes. Quien esté libre de adictos en su círculo familiar, afortunado es. Pero la directora nos planta en la cara un problema que millones de mexicanos hemos sufrido, o hecho sufrir, y del cual nadie del círculo sale ileso. El derrumbe del nicho como consecuencia de un miembro consumidor de sustancias adictivas es una tragedia que propicia vergüenza y, por lo mismo, se evita comentar. La pena se aprisiona en casa. Acá ocurre lo contrario: quiere contarse, ser visible, compartida.
Norte recorre tres escenarios que son latentes en la autodestrucción de una persona: la desesperación del propio adicto cuando lidia con el intento de salir de ese infierno, el dolor familiar y el amor incorruptible que se abraza a la terquedad de esperanzarse a que el adicto va a cambiar. Sobre el último escenario, una esperanza mayor se asoma cuando la víctima de adicciones manifiesta que debe hacer algo por su integridad o pide ayuda, tal como lo comparte Rodrigo en su reflexión para dejar Ciudad de México e ir a Tijuana porque en la ciudad siempre habrá alguien que lo invite a caer y lo más óptimo para su circunstancia es refugiarse en el antiguo hogar con sus padres para frenar esa interacción que incita al consumo. Asimismo, la posible solución tampoco garantiza nada, además de ser complicada por la convivencia. Un adicto transforma un refugio en una trinchera.
Con cámara en mano, la directora funge también como un personaje más en el oprimido y convulso universo de su hermano. Interviene como el complejo elemento resiliente que se sostiene en el incorruptible amor fraternal para tener fe en una rehabilitación del ser querido en decadencia. Por instantes recurre a mostrar imágenes de Rodrigo en su niñez como un tierno infante de destino imprevisible. Esas escenas pueden observarse como un recurso cursi o de manipulación emocional, no obstante caben como lectura de un castigo autoimpuesto por la realizadora hacia sí misma en el marco de la culpa. Esa culpa que pesa y persigue a familiares por asumir responsabilidad directa o indirecta en la caída de uno de sus integrantes, aunque no hayan tenido nada que ver. Es el deseo de retornar al pasado para detenerlo o modificarlo e impedir que la enternecedora inocencia se quebrante. Hiere la impotencia por sentirse atado de manos en un presente que lastima.
“Yo creía que la fuerza de mi amor vencería su adicción, pero no fue así. El amor no es suficiente. El amor tal vez mueva montañas, pero no basta para salvar a la persona que quieres”, recita Alberto (Asier Etxeandia) en el monólogo teatral de Dolor y gloria (2019), de Pedro Almodóvar. Tales palabras retumban en el interior de un espectador que ha estado en los zapatos de Rodrigo y toma conciencia del desasosiego ignorado en quienes le aman.
Natalia es mi gente desahogándose. O al menos esa opción me permite interpretar tras verme reflejado en un período crítico que padecí con la enfermedad del alcoholismo hace algún tiempo. Esa cámara en mano estresante por ratos (como en el interior del vehículo para respirar la confrontación entre padre e hijo) agita las vísceras para dimensionar a mis lazos afectivos perjudicados y lastimados por mi compulsiva manera de beber. Es un mazazo confrontativo a pesar de estar rehabilitado y contento por haber sanado las heridas con los míos, entiéndase una familia que nunca dejó de amarme. Lo fuerte de la sobriedad es pedir perdón toda vez que se tiene perfecta noción del dolor causado.
Rodrigo es mi espejo en la desesperada decisión de agarrar una maleta para huir del sitio donde estaba destruyéndome. Un resquicio de lucidez durante mi atadura al trago, me permitió dejar de ser cobarde para asumir que estaba mal, que no sabía cómo parar y que necesitaba apoyo. Ese impulso, propiciado por la enfermedad, fue el primer paso para recuperarme. El segundo, y definitivo, vino cuando llegué al hospital a cinco minutos del infarto. “¿Te quieres morir tan joven?”, me preguntó la doctora. “No, no me quiero morir”, le respondí. Toqué fondo, pues.
Siendo un documental ombliguista, Norte nos aterriza en una cercanía que no es exclusiva del ámbito familiar de la directora. Insisto, cabe en cualquier hogar mexicano que asuma plena identificación con la adicción en uno de sus integrantes. Es un trancazo en seco para hablar sin miedo y sin vergüenza sobre un mal social que duerme bajo el techo de miles de padres, hermanas y parejas que no saben qué hacer con un adicto, o para confrontarse sin complacencias como adicto viéndose a través de otro.
Está en el espectador elegir qué sentimientos depositar hacia el protagonista y cuáles prejuicios erradicar en función de lo que considera próximo o distante de lo que ve en el documental respecto a su realidad. Recordándome que soy un alcohólico en recuperación, opto por mirar a Rodrigo como un par en su averno elegido. Quiere salir de él, lo manifiesta. Es un avance, un gran avance. Ahora es cuestión que continúe con el siguiente paso. Y eso depende de él, de nadie más. Sé que podrá, anhelo que pueda. Ojalá mañana sea el primer día en que se repita a sí mismo lo siguiente: “Sólo por hoy”.
Vivir en sobriedad tampoco significa echar las campanas al vuelo. Un adicto siempre tendrá a la vuelta de la esquina la terrible posibilidad de recaer. Esa es otra lucha, otro documental. En fin. Todo este texto para decir que Natalia Bermúdez registra la batalla de un ombligo que habita en todo México.
*Cobertura GIFF 26