Nunca le pidas que sea tu novia con La Roca
Era un viernes de no sé qué mes en 1996. Cursábamos el segundo grado de secundaria.
Félix y Fernando habían planeado ir al cine con Andrea y Erika, las chicas de sus sueños en aquel entonces. Creyeron que era buena idea invitarme junto a Dulce, mujer de quien estuve enamorado desde cuarto de primaria. Estaban convencidos de que era el momento oportuno para declararle mi amor y hacernos novios.
Tan ilusionados y esperanzados los escuché que acepté la invitación. Dulce, por su parte, dijo inmediatamente que sí. ¡Y me puse a temblar!
Cinco años había callado lo que sentía por ella, así que estaba ante la gran oportunidad de poder decírselo. Pero, sí, hubo un pero, yo era demasiado tímido. Por si fuera poco, Félix y Fernando me sugestionaron con el argumento de que Dulce no me iba a batear, que incluso esperaba mi petición de noviazgo. Vaya encrucijada para ser valiente.
Del colegio a Plaza Loreto, lugar donde se exhibía la película que íbamos a ver, La Roca, fui en silencio sepulcral. Mi mente estaba ocupada en diseñar qué le diría, cómo, en qué instante, con qué tono. Mis manos me sudaban, las piernas se movían por inercia de los nervios. Tenía miedo de no saber si besarla o abrazarla luego de confesarle mis sentimientos.
Entré a la sala sin hablar. Previamente me había ido a esconder al baño mientras los demás compraban los boletos y las palomitas, esto debido a que no quería que Dulce me supiera en completo estado de tensión por lo que provocaba en mí el simple hecho de llegarle. Hasta me dieron ganas de huir y renunciar a su amor para siempre como consecuencia de mi timidez, por no decir que de mi estupidez adolescente.
Ella se sentó junto a mí.
Sin querer, me tomó la pierna para que sostuviera sus palomitas. ¡No lo hubiera hecho! Era tal mi nerviosismo que me sobresalté y tiré las palomas. Eso desencadenó una secuencia de gags breves y rápidos de mi parte: casi me caigo entre las butacas, comencé a sudar, salí de la sala por la puerta de emergencia. Fue terrible.
Total, retorné con un combo nuevo de palomitas para reponerle las que tiré. La película ya había iniciado. En pantalla vi a Sean Connery en su personaje de John Patrick Mason, un exagente secreto que pudo escaparse de Alcatraz. Fue mi gran alivio.
Como fan de James Bond que soy, Sean Connery pesaba demasiado en mi gusto cinéfilo, al grado de que podía tranquilizarme y fugarme de mis desavenencias, así que me concentré en él y me olvidé de Dulce. Poco a poco me serené al punto de subir las piernas en el asiento vacío que estaba frente a mí.
En la secuencia que Mason explica y muestra a Stanley Goodspeed (Nicholas Cage) cómo se sale de la prisión, me armé de cínico valor: abracé a Dulce con insulsa confianza para susurrarle al oído que fuera mi novia.
No. Tú y yo únicamente somos amigos. Déjame en paz.
Pero…
Nada. Por favor, quiero ver la película, no me molestes.
Pum.
Volví a sudar. Volví a temblar.
Para esconder mi vergüenza, me fui rápido al baño. Me sentí la peor persona del mundo, el ser humano más miserable de la Tierra. De un bateo así, ya no hay retorno.
No regresé a la sala.
Esperé a Félix y Fernando afuera. Dejaron a Andrea y Erika en Plaza Loreto para irse conmigo a compartir mi pena, a escuchar mi melodrama. Creo, no lo sé de todo, que ellas se enojaron con ellos por preferir al amigo antes que a las novias.
¿Que fue lo mejor de aquel episodio? Que seguimos en contacto, lo que me resulta una dicha. Dicen que lo que el cine unió, no lo separa nadie. Forjamos una grata amistad. A final de cuentas, se ganó más de lo pensado.
Eso sí, hasta la fecha sigo sin saber cuál es el final de La Roca, película que me enseñó a no confesar amor en una sala de cine.