Si no se callan, los…
Teníamos la regla de acudir a la primera o última función. La impusimos porque nos gustaba ir a disfrutar la película sin molestias ordinarias y estúpidas como pisar la sala cinematográfica para comer nachos, tomarse selfies, chatear en el celular, hablar durante dos horas o dormir. Caray, un cinéfilo respetable guarda honor a la pantalla y lo que exhibe, no le insulta comportándose como un ente sin raciocinio.
Un día nos alteraron.
Mi viejo amigo Jorge y yo tuvimos que recurrir a nuestra peor cara para poder gozar Collateral, de Michael Mann, título proyectado en ese momento. ¿Cuál fue el problema? Un ejército de 10 adolescentes creyó simpático hacer ruido y presumir que habían bebido.
Refiero “nuestra peor cara” porque Jorge y yo nunca fuimos agresivos o violentos, sin embargo, hay que aceptarlo, nos desconocimos en aquella ocasión. No soportamos el escándalo de los chavos, quienes estaban sentados en la fila ubicada frente a nosotros.
Crecí en barrio, así que traía como llavero una navaja corta. Por su parte, Jorge había comprado una manopla boxer por hacerle paro a un cuate que necesitaba dinero y se la remató. Total, sacamos los artefactos para amenazar a los muchachos con que se callaran o los íbamos a tronar.
¡Se les bajó la borrachera! Nos vieron y escucharon tan alterados que dieron por hecho que los íbamos a lastimar en serio, que éramos una especie de pandilleros.
Permanecieron en silencio toda la película. Ni respiraron. En verdad temían que les fuéramos a hacer daño. Al final, Jorge y yo abandonamos la sala como si nada, orgullosos de habernos impuesto a los chicos. O eso creíamos.
Salimos de aquel lugar para tirar directamente en un bote de basura mi navaja y su manopla boxer. Nunca una ida al cine nos había pesado tanto.
El cine no fue entretenimiento. Y hubiéramos preferido la ficción de lo que vimos respecto a la realidad de lo que hicimos.