Ver las películas a través de los ojos del otro
Al finalizar Robot salvaje (Chris Sanders, 2024) noté que había madres, padres y niños llorando delante, detrás y junto a mí. Pero, ¿por qué lloraban? Cada vez que presencio a espectadores trastocados a nivel emocional por una película tiendo a preguntarles el motivo. Tal inquietud se ha convertido en un ejercicio que propicia la conversación cinéfila entre extraños a partir de la sorpresa que brinda una historia en quien ha decidido entregarse a ella.
“Está muy bonita”. “Tiene un mensaje hermoso”. “Me toca fibras sensibles como mamá”. Hubo diversas respuestas que amablemente me dieron chamacos y adultos. Fueron dos las que llamaron mi atención. Una provino de una madre que encontró calma en lo que vio, esto como consecuencia de enfrentar una etapa en la que se cuestiona si educa bien o mal a su hija. Otra fue otorgada por un papá que no pudo ocultar las lágrimas y se sintió afectado porque le hubiera encantado pasar más tiempo con su progenitora, una mujer fallecida hace cinco años.
Días antes, al concluir la función de La pequeña (Guillaume Nicloux, 2024), un grupo de cuatro jóvenes enfermeras arropó a una de sus compañeras que quedó profundamente conmovida por lo que acababa de ver. No dejó de pensar en el bebé de la trama y el futuro que le depara. Trasladó la vorágine de la ficción a su realidad como trabajadora de la salud con la cantidad de casos sobre recién nacidos que se registran en el hospital donde labora: “Es triste ver a los chiquitos que son deseados pero nacen muy enfermos, o a los chiquitos que nacen en hogares rotos y no tienen la culpa de nada”.
No todo es llanto, también hay enojo. Recuerdo a la señora que salió de la sala con ganas de solicitar un reembolso por la indignación y repulsión que le causó Titane (Julia Ducornau, 2021). Manifestó sentirse ofendida por la insinuación de que una mujer pueda sostener relaciones sexuales con un automóvil. “Esto no es cine, ¡es depravación!”, exclamó irritada. Por supuesto, dada su reacción, al resto nos obsequió la posibilidad de imaginar cómo se pondrá cuando llegue a ver Crash (David Cronenberg, 1996), o El abogado del crimen (Ridley Scott, 2013), filme en el cual aparece Cameron Diaz sexualizando encima del vidrio de un auto lujoso. Claro, si es que las ve.
Hay quienes no soportan lo que miran sus ojos, se incorporan de su butaca y se van. Como uno no va ir detrás del prófugo, hay que aguardar a que alguien más nos cuente acerca de esas huidas impulsadas por la incomodidad, o esperar a vivir un episodio similar. Mi madre, por ejemplo, siendo una férrea católica como es, huyó con La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004). Detestó el filme por “la saña contra mí Jesús”. Igualmente he atestiguado cómo se intoleran personas con besos homosexuales o relaciones sáficas y se marchan vociferando “¡Qué asco!” con intención de hacernos sentir a los demás que estamos mal de la cabeza por permanecer sin chistar disfrutando lo que se exhibe.
Nunca se sabe qué título o género puede detonar algo inesperado en cuestión de salud. Con la apertura gradual de salas durante la pandemia, en la función de mediodía de Amor sin barreras (Steven Spielberg, 2021), una mujer de aproximadamente 30 años corrió apresurada y angustiada hacia el exterior dejando su bolso y su combo en el suelo. Minutos después ingresó acompañada por un elemento del personal que no se fue hasta que la espectadora se lo solicitó. Las pocas personas que estábamos ahí fuimos enteradas de que había sufrido un ataque de ansiedad. Solamente ella supo qué recuerdos o sensaciones perturbaron su tranquilidad al conectarse con el musical.
En el marco de la retrospectiva que dedicó la Cineteca Nacional a Akira Kurosawa, los asistentes a la función de Trono de sangre (1957) externamos en coro “ahhhh” cuando una flecha atraviesa el cuello de Taketoki (Toshiro Mifune). ¡Sentimos lo mismo al mismo tiempo! Fue un evento excepcional que pudo ser posible por el vínculo colectivo que establecimos con lo que nos estaba contando el realizador japonés. Salimos con rostros de satisfacción. No hicieron falta palabras o pláticas para dimensionar la sintonía de lo experimentado. Un gasp bastó.
Hoy día vivimos con la premura de ir a las redes sociales inmediatamente a los dos segundos de que ha finalizado la película. Hay urgencia por opinar, por reducir la discusión a si “está chida” o “muy meh” la obra que recién se ha visto, muchas veces ignorando un efecto esencial del cine para el espectador: la calma para contemplar el plano emocional de la otredad. Nuestra opinión ahí va a estar, no se va ir. En cambio, la posibilidad de apreciar el comportamiento del otro, de escucharlo, de compartirlo, es un tren que como llega se va y no cuenta con boleto de retorno. Las películas pueden leerse desde las emociones ajenas, esas que nos hacen ver lo que quizá no vimos. ¿No es acaso una extensión de lo que concebimos como “la magia del cine”? Dicha magia puede guiar hacia la conversación e interacción, una práctica que arroja más historias. Y de eso, tal como le contó un pajarito a Eduardo Galeano, estamos hechos los humanos, de historias.